INVEROSIMIL

INVEROSIMIL

La segunda ronda de café. El sol del mediodía entra por la vidriera del bar, los muchachos estiran perezosos la vuelta al trabajo. Es octubre, la fiaca se vuelve inevitable a esta altura del año, la conversación deriva sin cauce en busca de sostener la sobremesa.

Andrés es el dueño del taller. Mientras él mantenga la charla, todos quedan eximidos de volver al trabajo: ha comenzado a contar algo.

Ocurrió cuando era joven y recién había puesto el taller. En esa época, una de las tantas de malaria que me tocaron vivir, arreglaba cualquier cosa a cualquier cliente. Fue entonces cuando apareció el churrero de la estación Lomas para que le arreglara una catramina que tenía. Para él era cuestión de vida o muerte, porque vivía en Puente La Noria y todos los días tenía que remolcar el carrito hasta la estación; el tipo estaba desesperado. El auto no daba para más, era un Falcon refundido. Le tenía que hacer el motor y no podía juntar la plata de la rectificadora, porque, con cinco hijos y pagando un flete todos los días para llevar el carrito, se le iba toda la ganancia. Los últimos tiempos se quedaba a dormir en la estación cuidando el carrito para ahorrar el flete.

Un día, sin embargo, apareció con la plata y me pagó todo junto: la rectificadora y mi trabajo, todo por adelantado.

—Tomá —me dijo —te pago todo porque si no me la voy a gastar.

Eran como tres mil pesos de hoy, un montón. No pude con la curiosidad y le dije:

—Flaco, ¿acertaste la quiniela?

Se me enojó. Era buenísimo, pero se enojó, y casi me gritó:

—Y a vos, ¿qué te importa de dónde saco la plata?

Lo vi tan malo que le pedí disculpas.
A los quince días vino a buscar el auto. Lo probamos ida y vuelta por el camino negro. El churrero lo manejaba, yo iba de acompañante. Entonces me fijé que tenía un reloj de oro en la muñeca. ¿Era un Orient? No, era un Omega de la gran puta. No me animé a preguntarle pero el tipo se dio cuenta de que lo estaba mirando, así que solito se largó:

—No vas a creer que lo robé ¿no?

—No, yo no opino nada —le dije. —A ver si te enojás…

—Bueno, te voy a contar de dónde saqué la plata, pero no se lo vayas a decir a nadie ¿eh?

El churrero comenzó a contarme:

—¿Viste que me estaba quedando en la estación para no pagar el flete? Y bueno –siguió. Una tarde se me apareció un tipo ciego, muy bien vestido. Tenía puesto este reloj, traía un bastón blanco y un perro. Se puso a charlar conmigo; se la seguí porque estaba recontra aburrido de estar en el andén. Me empezó a preguntar si tenía familia, si me iba bien, qué sé yo y le terminé contando mi drama. Me hizo algunas preguntas. Después se quedó callado y al rato me dijo:

—Yo también tengo un problema.

—Ya me doy cuenta —pensé yo—, pero, como si me leyera el pensamiento, me dijo: —No es la ceguera, estoy acostumbrado, siempre fui ciego, el problema que tengo es otro. Yo vivía con mi madre y mi hermana, pero se me ha muerto la vieja el año pasado, ahora estoy solo con mi hermana que es soltera. Me arreglo bien porque como le dije, estoy ciego desde chico pero no me falta nada. Mi viejo nos dejó unos alquileres y más o menos podemos vivir, pero tengo un problema de salud: tengo cáncer.

—Bueno, pero ahora el cáncer se cura —le mentí por piedad.

—El mío no y es de huesos, muy doloroso, ya los calmantes no me hacen nada…Lo que yo quiero hacer… es quitarme la vida. Soy un hombre mayor, no tengo nada más que esperar y no quiero sufrir.

Qué le iba a decir, me callé, el tipo tenía razón.

—Bueno, vengo a la estación porque quiero que parezca un accidente –continuó– no quiero que mi hermana, que es muy católica, sufra porque yo me suicidé, no quiero hacer mal a nadie. Pero el problema es por mi limitación: escucho el tren, pero no sé bien por qué andén viene, si está lejos o lo suficientemente cerca, y además no puedo saber si alguno me está mirando y por ahí me quiere sacar. También está el problema del perro que no me deja. Necesito que me ayuden —dejó flotando las palabras y después agregó sin esperar que le contestara:

—No lo conozco, pero a lo mejor usted puede y yo lo compensaría.

El tipo me propuso concretamente que me daba la plata para arreglar el auto y el reloj que llevaba puesto si lo ayudaba a tirarse a la vía en el momento justo. Al principio le dije que no. Pero volvió al día siguiente y al otro, siempre con la misma oferta. Parecía que sabía. Al final terminé aceptando.

Le dije que se viniera a la nochecita, que se quedara conmigo hasta que fuera oscuro. Después atamos al perro en un alambrado a más o menos una cuadra del paso a nivel y yo lo acompañé. Lo hice esperar contra el alambrado detrás de la enredadera, ésa de las flores azules, campanita de la vía creo que se llama. Ahí no lo veía nadie. Cuando llegó el tren de las once y cuarto de la noche, el rápido que no para, le avisé. El tipo me dio la plata, el reloj, me dijo “gracias” y caminó los pocos pasos que lo separaban del centro de la vía.

—¿Estoy bien? –preguntó.

—Sí, sí, está bien ahí —le dije—, y me fui corriendo para que no me vieran.

Cuando estaba soltando al perro, veo que un flaco de gorrita viene corriendo por el terraplén. Agarró al ciego. Lo quería sacar. El ciego se le prendió, no quería que lo sacara. No los podía escuchar por el ruido del tren que me pasó raspando, así que no sé qué le decía. Bueno, el tren se los llevó puesto a los dos. Yo me rajé mientras el perro corría desesperado buscando el cadáver de su dueño.

—La culpa la tuvo el ciego, no yo. ¿Vos que pensás?

“Y qué le iba a decir…

—No, vos no tenés la culpa, era el destino”.

Pagaron la cuenta y todos se fueron pensando.

Cuando llegaron al taller, el ayudante, un pibe joven, se le acercó al dueño.

—Jefe, el tipo robó el reloj, yo creo que lo robó.

—¿Cómo que lo robó?

—¿Usted supo si hubo un accidente?

—La verdad que no.

—Yo creo que lo robó. ¡Para qué necesitaba el ciego un reloj, si no podía ver la hora!


“Inverosímil” pertenece al libro En saco ajeno. (Secretaría de Cultura, Municipalidad de Gualeguaychú, 2007)

Éste y otros libros de Carlos Costa se pueden obtener en Galerna Libros

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