MILONGA DEL MUERTO

MILONGA DEL MUERTO

…..Una de tantas provincias

del interior fue su tierra

(no conviene que se sepa

que muere gente en la guerra).(*)

—Estuvimos juntos desde el principio. En la “cuadra” del cuartel yo dormía en la cama de arriba y él en la de abajo. Casi siempre nos tocaba hacer guardia juntos, así que hablábamos mucho. ¡Yo lo conocía bien! Era de Corrientes, de Goya para más precisión, pero eso usted lo debe saber si ha venido hasta aquí a preguntarme por él.

Ah, sí, sí, me contaba también de cuando era chico. Quería mucho a su mamá. Al padre lo conoció poco; se vino para Buenos Aires y no volvió; creo que ni plata les mandaba. Pero la madre de diez. Un fenómeno. Se las arregló con los siete hijos y todos fueron a la escuela. Me contaba que había un tío que también los ayudaba, que venía seguido a su casa. A veces se quedaba a dormir, pero bueno, eso no importa. Él siempre hablaba de su madre. La vieja parece que lo tenía como preferido; todo eso porque de chico había estado muy enfermo y se salvó de milagro.

“Mi vieja dice que tengo un ángel de la guarda que me cuida y seguro que es así” —me decía. Una vez me contó que cuando tenía diecisiete años, uno antes de la colimba, se salvó raspando de un accidente.

— ¿Que cómo fue?, ya se lo digo. Parece que viajaba en un micro, que era de noche y venían todos dormidos. Él se despertó de golpe. Todavía no había pasado nada, pero lo vio venir. Vio cuando el micro se desviaba hacia el carril contrario. Vio el camión. Se puso a los gritos, pero el chofer apenas cabeceó. Se salvaron muy pocos. De los que se salvaron, unos más otros menos, todos quedaron heridos, menos Juan que se acomodó hecho una bola entre dos asientos. A él no le pasó nada, ni un rasguño, nada. Juan decía que había sido el Ángel, estaba convencido.

Lo sacaron del cuartel

le pusieron en las manos

las armas y lo mandaron

a morir con sus hermanos

— ¿Y cómo fue allá? A veces prefiero no acordarme. En realidad me gustaría que no hubiese ocurrido. Sé que muchos se volvieron locos y que otros no hacen más que hablar de todo eso. Yo trato de olvidar. Para mí es como si no hubiese pasado nada, pero usted quiere saber de Juan y no puedo traicionar su memoria.

Se obró con suma prudencia,

se habló de modo prolijo

les entregaron a un tiempo

el rifle y el crucifijo.

—Lo que me acuerdo es que estábamos esperando la baja. Ya ni guardias hacíamos, para eso estaban los nuevos. Nos dedicábamos a huevear. Cuando empezó la guerra nos entramos a preocupar. Al principio parecía que no iba a pasar nada, pero en unos días los oficiales se pusieron locos. Órdenes de acá, gritos de allá; nos bailaban sin motivo, incluso a nosotros los soldados viejos. Se nota que ellos ya sabían la que se venía.

Nos cargaron en camiones y después en avión hasta Río Gallegos. Nos subieron en otro hasta las islas. Todo se hizo a oscuras y en dos noches estábamos armando el campamento al norte de Puerto Argentino. Nos cagamos de frío todo el tiempo. Salvo el camperón de abrigo, el resto de la ropa no servía, sobre todo los borceguíes, porque dejaban pasar la humedad y te mataban los pies. La comida era un desastre, pero al principio más o menos había, hasta que empezaron los bombardeos; entonces hubo que arreglarse. Juan era de los pocos que no se quejaba Él estaba acostumbrado a no comer si no había. Lo que le jodía era el frío en la trinchera. No se olvide que era de Corrientes, allá hace más bien calor.

Oyó las vanas arengas

de los vanos generales.

Vio lo que nunca había visto,

la sangre en los arenales.

—Cuando bombardeaban, y lo hacían todas las noches, para que no durmiéramos, (guerra psicológica nos decía el sargento) era inevitable que nos agarrara el miedo. Vos sabés que es difícil que te acierten, porque las trincheras estaban dispersas y si no te da un impacto directo no pasa nada, pero te da miedo igual. En la nuestra, estábamos pegados para darnos calor; ahí le medís el susto al otro por cómo se sacude o por los pedos que se tira o porque lo ves rezar. Bueno, Juan nunca mostró miedo. Él se dormía como si no pasara nada. Estaba siempre tranquilo, confiaba en todo, creía que íbamos a ganar. Yo me moría de angustia y cada vez me daba más cuenta de que las cosas no iban bien.

Y me daba cuenta porque nos hacían cambiar de posición cada dos por tres, porque los milicos estaban cada vez más locos y se la agarraban con nosotros. Es como en el fútbol, el director técnico se pone a los gritos cuando el equipo pierde. Siempre es así.

—Supimos del desembarco esa misma mañana. En dos días se nos vinieron encima. Estábamos en una elevación que no sé qué nombre tenía. Adelante nuestro había dos compañías de infantería de La Plata. Lo primero que vimos venir fue a los de La Plata que se iban retirando en desorden. A los ingleses apenas se los adivinaba entre las lomas. Por el aire zumbaban las balas. Nosotros empezamos a tirar a lo que viniera. Los milicos nos pedían que esperáramos a que estuvieran más cerca para no delatar la posición, pero nosotros meta bala nomás. Juan se la aguantaba tranquilo.

—Cuando se fue la luz nos atacaron. Nosotros no los veíamos, pero ellos sí, porque tenían lentes especiales para ver de noche. Peleábamos ciegos y desesperados.

— Cayeron muchos de los nuestros. También alguno de ellos. Cuando llegó el día, en medio de la niebla, la compañía se desbandó igual que antes los de La Plata.

Empezamos a bajar hacia Puerto Argentino para armar una nueva línea de defensa. Caminábamos en grupos de tres o cuatro, algunos ayudando a los que estaban heridos. Después del ataque quedamos como aturdidos. No es que se te pase el miedo, pero te aturdís, es como que todo te da lo mismo. Ves a un muerto y pasás como si nada. Te hieren y no lo sentís. Sabés que te pueden matar pero no te importa. Del grupo de nuestra trinchera sólo quedábamos tres .Yo que estaba herido en la cabeza— me había rozado una bala —, una herida sin importancia, pero sangraba mucho. Fernando que estaba sordo porque le había explotado una granada cerca, y Juan, que no le había pasado nada.

Oyó vivas oyó mueras,

oyó el clamor de la gente.

Él sólo quería saber

si era o si no era valiente

—Cuando llegamos a la base del monte nos agarró el Capitán Aguirre. Estaba juntando gente para lanzar un contraataque. Los oficiales de menor graduación y los suboficiales juntaban la tropa y los hacían dar vuelta. Los organizaban en grupos. A los heridos los dejaban seguir a Puerto Argentino. Ahí nos separamos. Fernando y yo bajamos abrazados buscando un puesto sanitario. Juan se fue solo con los del grupo que iba a la vanguardia. Cuando nos despedimos le dije: — ¡cuidate! Él se rió, y me dijo: —no te preocupes, el Ángel me cuida.

Lo supo en aquel momento

en que le entraba la herida

Se dijo: “No tuve miedo”

cuando lo dejó la vida.

—Parece que el Ángel se distrajo porque lo mataron cuando llegó a la cima. Creo que ni se debe haber dado cuenta, porque cuando vi que lo traían tenía una sola herida en la frente.

Su muerte fue una secreta

victoria. Nadie se asombre

De que me dé envidia y pena

el destino de aquel hombre.

—Eso es todo lo que me acuerdo o me quiero acordar. Pero no sé por qué este reportaje, por qué Juan.

—Ah, era por la milonga que escuchamos. ¿Y eso qué tiene que ver con Juan? Se pudo inspirar en cualquiera, éramos muchos. ¿Qué pensaba Juan cuando murió? Mire, yo no puedo saber, pero como le dije él creía que iba a volver.

—Linda la milonga, ¿no?

(*) El texto en cursiva corresponde al poema «Milonga del muerto» de Jorge Luis Borges


“Milonga del muerto” pertenece al libro En saco ajeno. (Secretaría de Cultura, Municipalidad de Gualeguaychú, 2007)

Éste y otros libros de Carlos Costa se pueden obtener en Galerna Libros

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