UN LUNES CUALQUIERA

UN LUNES CUALQUIERA

Es un día soleado de invierno. Salgo al jardín. Me asombra como ha crecido el limonero, la copa supera la cumbrera del quincho. Me siento en la banca del estanque, sé que es mi lugar preferido. Veo los zorzales que se persiguen por el césped. Es lo único que se mueve. No puedo recordar cuándo planté el limonero. No recuerdo por qué estoy aquí. Sé que es lunes pero no sé como lo sé, ni lo que eso pueda significar. Tengo puesto un jean, unas zapatillas gastadas y un buzo gris. Me duele un poco el cuerpo, en especial la espalda. Me duele como si hubiera hecho un gran esfuerzo. Desde aquí veo la casa. Hay una puerta entreabierta, seguramente la dejé así cuando salí al jardín. Veo parte de una heladera y la mitad de una mesa, puede que sea la cocina. Debería volver a entrar, o por lo menos debería cerrarla, pero no puedo. Me da miedo. Aquí estoy bien.

Alguien cerró la puerta de la cocina. Me siento aliviado, nadie entró al jardín. El sol está casi vertical, eso ocurre al mediodía, ya no siento frío. Dentro de la casa hay música. Trato de pensar quién puede estar escuchando la radio pero no recuerdo nada. No puedo entrar, podrían preguntarme qué hago en el jardín y no sabría qué contestar. Suena el teléfono, atiende una mujer. Escucho que dice:

—Salió temprano.

—…

—Espere que me fije si está el auto.

Hay un silencio y después la misma voz contesta.

—El auto está en el garaje, no sé qué le puede haber pasado.

La puerta de la cocina se abre. Una mujer mayor grita. “Ricardo, ¿estás ahí?”. Me pregunto si yo seré Ricardo. Me paro y me acerco.

—¿Qué hacés acá todavía? Te están llamando de la oficina.

Detrás de ella veo un teléfono inalámbrico sobre la mesa. Me adelanto y lo tomo.

—Hola.

—Señor Álvarez, ¿se va a demorar mucho? Los auditores lo están esperando.

—No, ya salgo para allá. —¿Adónde tendré que ir? ¿Para qué me estarán esperando?

—Me voy a bañar.

Me quedo mirando a la mujer. Espero que me indique el camino. Evidentemente algo recuerdo porque pienso que me debo bañar.

Hay una escalera, la subo. Voy hacia la derecha pero esa no es la habitación correcta, hay alguien durmiendo. Me dirijo hacia la otra, esta debe ser, hay una cama matrimonial, un baño en suite y un vestidor. Debo estar casado, pienso, la mujer de abajo debe ser mi esposa. Entro al baño. Me miro en el espejo. Yo también soy un hombre grande, tengo el pelo casi blanco. Es raro porque me sentía mucho más joven. Me desnudo y me meto en la ducha. Se me ocurre que con el agua caliente tal vez se me pase. Pero no se me pasa. No encuentro la manera de decirle a esa señora que no recuerdo nada. En el baño hay elementos para afeitarse, lo hago. Veo que tengo una gran cicatriz en el pecho. La miro y percibo vagamente un gran dolor. Sé que no hace mucho que ocurrió, pero nada más. Me visto con lo que me parece mejor. Bajo.

—¿Vas a desayunar? —pregunta la mujer.

—No, estoy apurado.

—Me dirijo hacia alguna parte y enseguida descubro la escalera. El garaje debe estar abajo. Pongo el coche en marcha. Sobre el tablero hay un control, lo acciono y las puertas se abren.

—Es mejor no pensar, cuando dejo que el cuerpo siga sus hábitos encuentro cómo hacer las cosas. Me doy cuenta de que no me despedí de la mujer, mi esposa, y ella no dijo nada. ¿Qué tipo de relación tendremos? El auto sigue unas cuadras y sube a una autopista. Me esfuerzo por no pensar para no equivocarme. Cuando entro a la cochera, el hombre de la garita viene a estacionar el coche.

—Buenos días, señor Álvarez.

—Buenos días —contesto y miro para todos lados hasta descubrir la puerta abierta de un ascensor.

Estoy frente a la botonera, el edificio tiene 17 pisos. Cierro los ojos y oprimo un botón. Abro los ojos, los LED se iluminan en el tablero, mientras el ascensor va recorriendo los pisos. Se detiene en el piso diez. Bajo preguntándome adónde ir. Reconozco vagamente el pasillo con la oficina al fondo. Una joven recepcionista me saluda y se acerca.

—Hice pasar a los auditores, Nélida los está atendiendo. Les dije que usted no se sentía bien. Es lógico después de…

La miro con ganas de preguntarle ¿después de qué? Ella levanta las cejas, tampoco entiendo por qué.

—Gracias —digo, a punto de llamarla Mercedes, pero me contengo por miedo a equivocarme.

La mesa de reuniones está tapada de carpetas y papeles. Dos hombres los están analizando. Una mujer de unos cuarenta años está sentada a la izquierda de ellos, debe ser Nélida. Saludo y me siento a su lado.

—¿Qué te pasó? —me reprocha por lo bajo.

—Estaba mal, me dolía el pecho.

—¿Llamaste al médico?

—Sí, pero me dijo que no era nada.

En un par de horas empiezo a enterarme. Soy el director de esa empresa, lo que me produce una cierta alegría. La empresa es una constructora y está en quiebra irremediable. Me entero de que Nélida es la contadora. No sé qué relación me une con ella, me trata con mucha familiaridad.

Cuando los auditores se van, me quedo preocupado. Pesa sobre nosotros una demanda por fraude fiscal que terminará con mi persona en la cárcel. Pienso en la imagen que vi en el espejo y calculo que no me queda mucho tiempo para desperdiciar. Nélida me propone ir a tomar algo. Noto que tengo hambre, ganas de comer. Pido un tostado. En la cafetería, ella habla sobre mi familia, así me entero de que tengo dos hijos. Parece que uno está en España y que el menor es un problema. Debe ser el que dormía en la otra habitación. Decididamente, no tenemos nada más que una relación amistosa. Me tranquilizo, seguramente es mejor así.

El resto de la tarde estoy en la oficina. Recibo llamadas. Es increíble como puedo seguirle el tren a la gente sin que se den cuenta de que no sé quienes son, ni de qué estamos hablando. A las seis ya estoy solo. Todos se han ido. Espero una hora. Reviso mi escritorio. Hay una agenda. De los nombres y números no saco nada en limpio. Estoy cansado. Debería irme. Durante el regreso hay un terrible embotellamiento. Tardo casi dos horas en volver. Me sorprende, a la mañana tardé solo cuarenta y cinco minutos. Me duele la cabeza.

Cuando llego a la casa, mi casa, no hay nadie. Me cambio. Tengo puesta la misma ropa de hoy a la mañana. Voy al jardín. Es de noche, está bastante fresco. Un gato gris escapa delante de mí, se sube al limonero y salta por el tapial a la casa vecina. Me siento en la banca del fondo. Los recuerdos del día comienzan a borrarse.

“Un Lunes Cualquiera” pertenece al libro El Otro Jardín. (Simurg, 2009)

Éste y otros libros de Carlos Costa se pueden obtener en Galerna Libros

3 Comentarios Agrega el tuyo

  1. Susana García dice:

    Terrible, que fea sensación!

  2. vilma Beatriz dice:

    Me encantó

  3. NORMA GRACIELA CARDOZO dice:

    Interesante el planteo! Qué intriga!! Me encantó!

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