LA BALANDRA
Encallada al final de la playa, retenida con cadenas a un sauce para que las crecidas no se la llevaran, había una gran canoa sin asientos ni otro aditamento. “Balandra” tenía escrito sobre el metal oxidado. Siempre había estado allí, al menos para mí, que en ese entonces tenía diez años y era el cuarto y anteúltimo de mis hermanos.
Acompañé a mi padre el día que se la compró al vasco Urreta. No escuché, ahora que lo pienso, ninguna queja de mi madre por el despilfarro de ese dinero, que seguramente podría haber tenido mejor empleo en —por ejemplo— comprarme unos zapatos.
Un mes después, o algo así —siendo chico tenía otra apreciación del tiempo—, mi padre compró un viejo motor industrial, no un motor marino, como hubiera de esperarse, sino un motor a explosión que me parece se usaba para alimentar un generador. Con la ayuda del gallego Rodríguez, el mecánico de la esquina, que le debía un favor relacionado con cierto traje adaptado de apuro a su cuerpo deforme, logró para el verano siguiente incorporarlo a la Balandra, junto con una hélice y un timón elemental. Desde ese momento comenzamos a realizar pequeños paseos por el río, que se iban extendiendo hasta que llegábamos a la boca. Navegábamos lentamente sometidos al monótono ritmo del motor de única marcha. La vegetación de la costa se deslizaba a nuestro alrededor, dándonos el tiempo para apreciarla en sus mínimos detalles. Veíamos como los sirirís se zambullían casi sobre la borda para salir volando con una mojarra en el pico y también veíamos las cabecitas de las tortugas, flotando a nuestro alrededor.
Mi padre le agregaba cosas a medida que detectaba las necesidades. Un ancla, una pequeña estructura con una lona para cubrirnos del sol, un tanque de doscientos litros para guardar el combustible. Nunca se preocupó por pintarla ni colocarle asientos o alguna otra comodidad. Teníamos que cargar sillas o cajones para acomodarnos, llevábamos cacharros para el achique y una cámara de automóvil como único salvavidas y elemento de diversión.
La Balandra amplió nuestro horizonte. Conocimos distintos recodos del río, pequeñas playas, hermosos atardeceres. Mi madre y mis hermanas sumaban viandas, bebidas y algunos elementos cotidianos tomados en préstamo de nuestra cocina, con el objeto de hacer las excursiones más agradables. También llevábamos un par de tachos con estiércol, que me tocaba procurar en el matadero vecino; lo dejábamos secar al sol y después lo quemábamos, el humo combatía los mosquitos, que en algunos momentos se volvían insoportables.
A finales del segundo verano mi padre dijo: “Nos vamos a Buenos Aires”. Buenos Aires era para nosotros el lugar de donde venían las mercaderías, las novedades, las revistas de historietas y adonde se iban los más grandes a estudiar, donde había radios, cines, televisión. De esto último sólo teníamos vagas noticias en un pueblo al que no llegaba la señal. Ninguno de nosotros había conocido Buenos Aires, ninguno había siquiera viajado a ningún lugar. Sólo mi padre conocía esa ciudad, donde vivió algunos años en su juventud y tendría que conocer algo más, algo de lo que nunca hablamos ni llegaríamos a hacerlo, un lugar llamado Dresden, donde había nacido, desde donde, en los primeros años de casado, llegaron algunas cartas que, curiosamente, él decidió ignorar, a pesar de lo cual mi madre las guardó y nadie supo nunca leerlas. Recién al día siguiente de que nos lo hubiera dicho, me di cuenta de que mi padre quería llevarnos a todos en la Balandra.
A esa edad, Buenos Aires quedaba hacia el Oeste y se llegaba por carretera. No fue sino después de ese viaje que comprendí que estaba al sur y que también se podía llegar navegando. El cielo claro con algunas nubes rosas anticipaba la salida del sol mientras nosotros bajábamos en una fila sinuosa por el medio del empedrado, rumbo al puerto. Así empezó nuestra aventura. Luis, que por ser el más grande actuaba de segundo de mi padre, levantó el ancla, el motorcito tosió un par de veces y lanzó una bocanada de humo por ese caño de escape rudimentario que mi padre le había hecho soldar y que oficiaba de chimenea. El sol del mediodía nos encontró a medio camino entre el puerto y la desembocadura. Mamá hizo la primera distribución de comida, estuvo medida y nos dio a entender que de allí en adelante, todo estaría racionado, que tendríamos que hacerlo durar.
Cuando llegamos a la boca tuvimos el primer problema. El destacamento de prefectura allí apostado nos obligó a desembarcar. Mi padre no había tenido en cuenta que la Balandra no tenía registro, ni él, “carnet” de timonel. La embarcación no reunía, por otra parte, ninguna de las medidas de seguridad exigibles, ni llevábamos siquiera nuestra documentación, tratándose de un área de frontera. A duras penas mi padre consiguió que no retuvieran la embarcación y que nos permitieran, aunque sea, desembarcar en la costa de enfrente para hacer un efímero campamento que debía durar hasta el día siguiente. Absolutamente todos sufrimos la decepción. El viaje había concluido apenas empezado, debíamos pasar la tarde y la noche en un lugar inhóspito como único consuelo. A regañadientes comenzamos a bajar las cosas sobre un pequeño descampado. Luis insistió un par de veces con que volviéramos, o que por lo menos buscáramos un lugar mejor, pero mi padre se mantuvo firme. Esa tarde, ni las porciones generosas de torta, ni los pastelitos, lograron que nos sobrepusiéramos a nuestra amargura. La cena consistió en apenas unos emparedados de carne fría. Mi padre no nos dejó bajar el toldo, cosa que hacíamos cuando nos quedábamos a dormir. Insistió con que cargáramos todo apenas anocheció. Después apagó el fuego. Los mosquitos se ensañaron con nosotros pero él se mantuvo intransigente, no habría más fuego.
Como a las dos de la mañana, en el más absoluto silencio, nos embarcamos. Mi madre quedó al timón, mientras Luis y él remaban. La Balandra se fue deslizando lentamente hacia la boca, oculta por las sombras de la noche, acompañada del dulce chapoteo de los remos. Cuando amaneció estábamos flotando a la deriva en el Uruguay, recién en ese momento mi padre encendió el motor. No creo haber sentido tanta alegría en mi vida.
El río Uruguay bajaba ancho, lento, amarronado. Navegábamos lejos de la costa para evitar los bancos de arena. Yo hacía binoculares con las manos y recorría los detalles de las barrancas de la costa uruguaya y los montes salvajes de la costa argentina, dos conceptos que mi padre se ocupó de enseñarnos, como si este conocimiento midiera la importancia de la travesía. Un barco maderero surgió detrás de nosotros en el horizonte; primero fue una cascarita contra el reflejo del sol, lentamente fue creciendo hasta superarnos, no sin antes saludarnos con un ronco sirenazo. Antes de las pesquerías cruzamos la draga hundida, la Balandra pasó casi rozando el casco invertido que sobresalía del agua como una ballena encallada. Tal hubiera sido la comparación si en ese momento hubiera sabido cómo luce una ballena encallada.
Atracamos en las pesquerías. Plural, para un singular y extenso arenal por donde los carros entraban al río a recoger peces con redes. El olor a pescado hervido, podrido, grasiento, llenaba el aire de kilómetros a la redonda, pero mi padre decidió que era buen momento para que las mujeres hicieran sus necesidades. Después nos quedamos algunas horas para comer y disfrutar del agua tibia y de la playa que no se acababa nunca. No pensamos, no pensó mi padre, que nada sabía de estas cosas, que el río estaba bajando, y cuando decidimos partir, encontramos la Balandra apoyada irremisiblemente en la arena. Fue inútil que tratáramos de aliviar la carga metiéndonos todos para empujar en el agua que nos llegaba a los tobillos: habíamos encallado.
Esa noche nos quedamos a dormir en la playa, acosados por una nube de mosquitos y tábanos que no respetaban la fogata de estiércol. Al amanecer buscamos la única ayuda que podíamos conseguir, caminamos una hora por la playa hasta donde estaban los carros con las varas enterradas en la arena. No había caballos ni pescadores, la bajante los había alejado. Tuvimos que seguir hasta la “cocina”, unos enormes tachos a la intemperie donde se hervía el pescado, materia genérica que terminaba en harina. Los paisanos nos recibieron más amables que sorprendidos, como si lo que el río les llevara o les trajera careciera de importancia. Sólo nos dieron agua (mi mamá no había calculado para llevar la suficiente) en una damajuana sin manija, que mi padre y Luis se turnaron para traer al campamento, y como entendidos prometieron que el viento cambiaría para la tarde, como efectivamente ocurrió.
La sudestada fue cosa seria. El viento frío del sur empezó a correr. Primero el cuerpo se nos alivió de la tensión y el calor, después la piel se erizó y nos dimos cuenta de que no teníamos abrigo. La Balandra flotaba sobre las olas cada vez más altas y el motorcito no lograba a sostener el rumbo. Aunque habíamos bajado el toldo y lo habíamos puesto sobre cubierta como una frazada, el viento nos empujaba y nos hacía retroceder. Eso supimos después, porque no veíamos la costa por la lluvia y los nubarrones que oscurecían el cielo. No podía dejar de pensar en la draga hundida, ni de achicar el agua que se metía con el oleaje. Laura y Amanda lloraban pese al consuelo de mi madre, los varones nos aguantábamos pero habríamos llorado también, si no hubiésemos estado tan ocupados sacando agua por la borda. El rostro de mi padre estaba duro, firme, dispuesto a hacer todo, que no era mucho, por sobrevivir; jamás se entregaría. La lluvia complicaba más la situación, el agua subía y se metía adentro de la Balandra pese a nuestros esfuerzos, y tanto lo hizo que terminó por ahogar el motor, dejándonos a la deriva.
Un golpe fuerte nos indicó que la Balandra había dado con la costa. Otra vez encallaba, estábamos salvados. Mi padre ordenó la evacuación y cuando todos estuvimos en tierra al reparo de unos ñandubays, volvió hasta la Balandra luchando con la corriente, con el agua hasta la cintura y la rescató, atándola a un árbol. Pasamos el resto de la noche apretados, dándonos calor con nuestros cuerpos, cubiertos con el toldo como si fuera una gran frazada.
El cielo seguía encapotado pero ya no llovía. El frío se fue atemperando con el transcurso de la mañana. Con algunas ramas que recogimos de la playa y rociándolas con nafta encendimos un fuego maravilloso, que le permitió a mi madre preparar mate cocido. No había pan, el agua lo arruinó todo, pero teníamos azúcar, de modo que lo endulzamos hasta el hartazgo. Todos queríamos volver pero sólo mi madre lo dijo, agradeciendo a Dios que no hubiésemos muerto. Mi padre permaneció callado. Mientras a todos nosotros nos invadía esa incierta alegría de permanecer vivos, a él lo invadía la tristeza del fracaso. Se alejó hasta la Balandra. Estaba sentado en la arena cerca de ella cuando, por indicación de mi madre, le acerqué un jarro de mate cocido. Lo agarró sin mirarme y comenzó a tomarlo a sorbos. Toda su atención estaba puesta en la Balandra. Me senté a su lado. El seguía igual. “Vamos a poder volver” dije sin pensarlo, ya que eso no me preocupaba. Volvió la cara hacia mí y contestó. “Tengo que arreglar el motor”. El tono fue seco, abrumador. Hubiera deseado no preguntar.
El resto del día se perdió en inútiles intentos de poner en marcha el motor. Mamá armó una comida con arroz y algunas latas de conserva, que eran nuestras reservas más preciadas. Como nunca lamenté que tuviésemos una olla tan pequeña. Después de comer, mis hermanas y yo nos internamos en el monte, Luis tuvo que quedarse para ayudar a papá. Caminamos en zigzag entre los matorrales espinosos, la marcha era lenta y silenciosa. Ellas me seguían a la espera de que les mostrara algo de interés, pero nada parecía sorprendente en ese verdor que asfixiaba. Nada hasta que encontramos unas plantas de tuna. Los frutos rojizos estaban allí listos para ser comidos, custodiados por cientos de espinas. Con cuidado, con máxima precaución, usando un pequeño cortaplumas que llevaba, inicié la cosecha. Ellas acumulaban los higos de tuna en sus remeras y me pedían golosas, “esa, esa”. Nos comimos algunos sentados en el suelo. Llevamos el resto a los demás. Mi madre se preocupó cuando llegamos. “¿No se habrán pinchado con las tunas?” Contesté que no. Estaba mintiendo. Tenía varios pinchazos en las manos. “La pinchadura de tuna trae tétanos, no se tienen que acercar a las tunas” nos sermoneó. Todavía nadie me había enseñado que el tétanos era mortal, ni que existía un suero que, aplicado a tiempo, frenaba esa muerte contraída, dolorosa, inapelable. Todavía pensaba que la muerte por enfermedad era cosa de grandes, casi de viejos, por eso me callé, y tuve suerte porque no todas las tunas provocan el tétanos.
Comenzaba la noche cuando cargamos todo en la Balandra y partimos de regreso. El viento había cambiado, otra vez soplaba del norte, la Balandra apenas avanzaba con la corriente en contra. Habíamos dormido poco la noche anterior, estábamos todos agotados, incluida mi madre. Pronto nos dormimos, olvidando el ruido de las tripas vacías. Mi padre quedó solitario al timón. Solo, mirando el cielo despejado, venciendo el sueño y el fracaso.
Cuando despertamos estábamos otra vez en el medio del río, las pesquerías habían quedado atrás, sobre la costa uruguaya veíamos una ciudad que mi padre dijo que se llamaba Nueva Palmira; del lado argentino todo era monte cerrado. En el transcurso de la noche mi padre había torcido el rumbo una vez más y, ayudado por la corriente, había avanzado hacia el sur lo suficiente como para que resultara más conveniente seguir que volver. Nunca vi tan enojada a mi madre, sólo la inapelable circunstancia de que el combustible que nos quedaba no permitía el retorno inmediato evitó que nos obligara a volver. Por lo menos deberíamos llegar hasta Paranacito, para cargar combustible y provisiones. De mantener el rumbo, esto ocurriría más o menos al mediodía. Pero otra vez la Balandra decidió sobre nuestro destino. El motor comenzó a toser. Nunca tosía cuando estaba en marcha, sólo al comienzo. Que tosiera de esa manera significaba, según mi padre, que todavía quedaba agua en el tanque.
Nuevamente atracamos. Mi padre se ocupó del motor, mientras todos nosotros lo abandonamos en procura de sombra y de evacuar alguna necesidad. El bosque en este sector era más alto, más sombrío. Mi madre nos acompañó en el recorrido. Desde lo de las tunas, no estaba dispuesta a dejarnos solos. No había tunas, sólo algunos frutos de ubajay que resultaron muy sabrosos pero que no nos quitaron el hambre. Caminamos por una especie de sendero que nos llevó a un arroyito, el piso estaba lleno de pequeñas bolitas, era caca de carpincho. Cuando llegamos al arroyito vimos los carpinchos husmeando en la otra orilla. Quedamos paralizados con su presencia, que duró un momento, hasta que nos olieron y se metieron en el monte. Laura y Amanda quedaron enternecidas con las pequeñas crías. Hicimos otros descubrimientos; un camoatí sobre la horqueta de un árbol nos convocó al pie. Estábamos mirando ese enorme nido de barro macizo cuando descubrí huesos que sobresalían de un atado de ramas y cueros podridos. Mi madre nos explicó que era un cementerio indio. Lo dijo a pesar de que sólo había ese grupo de huesos sobre una viejísima tala. Mi madre no supo explicar qué había pasado con los indios. Mientras, yo me sorprendía de que en nuestra provincia hubiera habido indios alguna vez, como los que leía en las historietas. Nos alejamos en silencio, casi con apuro, seguidos por un griterío de loros que venía del bosque.
El Paranacito era bastante angosto y tuvimos que navegar algunos kilómetros hasta llegar al pueblo. No navegamos solos, varias embarcaciones nos cruzaron en ambos sentidos, entre ellas una lancha almacén que nos proveyó de alimentos y bebidas. El precio que mi padre pagó fue el de la necesidad y esta vez sí, mi madre arrancó con la catarata de reproches. La provisión, no obstante, incluyó una buena cantidad de golosinas que liquidamos desordenadamente entre galletas, fiambres y fruta, como si nada alcanzara para compensar las privaciones sufridas.
Unas pocas casas, casi todas sobre pilotes, rodeaban el puerto. Era un puerto pequeño pero lleno de vida. Las embarcaciones iban y venían por los arroyos y atajos, había de todo, lanchas almacén, pequeños barcos fruteros, madereros, embarcaciones de tramperos, lanchas de pasajeros, todo flotaba, todo venía o iba a alguna parte. Bajamos a caminar mientras mi padre hacía llenar el tambor de reserva con gasolina. Desde la explanada del puerto veíamos el destacamento de prefectura, para nada ocupados en controlar aquel tráfico caótico que incluía embarcaciones precarias —nunca tanto como la nuestra— y sí muy entretenidos en arrojar baldes de agua sobre las pasajeras de alguna lancha de turistas, que devolvían el juego de carnaval.
El ánimo de mi madre había cambiado. Mi padre logró convencerla que pasada la noche llegaríamos a Zárate y de allí iríamos en micro a Buenos Aires. Por primera vez supe que no llegaríamos con la Balandra a Buenos Aires, que aún restaba camino por hacer.
Salimos casi al atardecer y la noche la pasamos navegando, clareaba cuando vimos a lo lejos el puerto de Zárate, que mi padre eludió para dirigirse hacia el Tigre. Estábamos sobre el Paraná de las Palmas. A mí me daba lo mismo, todo era un solo río inmenso que nos llevaba sobre aguas marrones hacia Buenos Aires. Pasamos otra ciudad, que debe haber sido Campana, y el río era cada vez más ancho y vigoroso, buques enormes nos pasaban, debíamos achicar constantemente por el oleaje pero ya éramos duchos marineros y nadie, incluidas las mujeres, se preocupaba por tan poca cosa.
Cuando entramos por un arroyo cuyo nombre no recuerdo, comenzó el Tigre. Cruzamos casas fundadas sobre palafitos, embarcaderos, todo tipo de embarcaciones y durante largos trechos viajamos en solitario entre islas que parecían abandonadas. Fue en uno de esos trechos que encontramos una canoa con un hombre que la impulsaba con un solo brazo, llevaba el otro envuelto en trapos manchados con sangre. Mi padre no dudó en auxiliarlo. El hombre pidió que lo dejaran en su embarcación, sólo agradeció que lo remolcáramos hasta el puerto del Tigre. Vivía solo, se había herido una mano con la sierra y se dirigía al hospital. Veinte años después lo volví a encontrar. Le faltaban cuatro dedos de la mano izquierda. El cirujano completó la obra de la sierra. No me pareció que el accidente hubiera influido demasiado en su vida. Seguía viviendo solo y cultivando naranjas.
Llegamos al puerto de frutos. Era día de ferias, los productos de las islas se vendían sobre la explanada del puerto. La Balandra quedó atada a buena distancia por la cantidad de embarcaciones. Mi padre y mi hermano ayudaron al herido a trasladarse al hospital, nosotros quedamos vagando por la feria en compañía de mi madre.
Nunca llegamos a Buenos Aires. Mi padre había calculado mal el dinero del que disponía o quizás perdió algo en algún momento, o no pensaba llegar hasta allí. Lo cierto es que nos llevó a comer a un restaurante cerca del puerto, nos compró algunas chucherías a todos y a mi madre le regaló una cartera de cuero que vimos en un negocio próximo.
Pasamos la noche en la explanada. Dormitamos de a ratos, conversamos, nadie pareció lamentar no haber llegado. En un momento me senté junto a mi padre. Hablamos de nada, o tal vez de todo, fue la única vez que hablamos. Luego él se tiró sobre el cemento y mirando al cielo dijo: “Está hecho”. Enseguida se durmió.
Del viaje de vuelta no recuerdo nada que merezca ser contado. Cuando llegamos, mi padre atracó la Balandra junto al mismo sauce donde la encontró. Nunca más salimos a navegar, poco a poco le fuimos retirando los aditamentos que mi padre le había puesto. Para cuando cumplí los dieciocho, estaba tal cual se la había comprado al vasco Urreta. El viaje no fue tema de conversación en nuestra familia; por el motivo que sea, cada cual lo olvidó.
Mi padre murió veinte años después mientras dormía.
“La Balandra” pertenece al libro El Otro Jardín. (Simurg, 2009)
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