EL CICLISTA

EL CICLISTA

—Che, “Periodista”, pagate un vino.

Ramiro levantó la mano para llamar al mozo.

—Un blanco con pomelo.

Allá fue el mozo en busca de dos botellas de litro, blanco comunardo de mesa y pomelo. Con cuidado, Ramiro sirvió los vasos de los otros cuatro, mitad pomelo mitad vino y le agregó unos cubos de hielo. Había pagado el derecho de aceptación en una de las mesas que el “Caravana” tenía sobre la vereda de la Veinticinco (por 25 de Mayo). Estaban en primavera, sábado a la tarde. Todavía un resto de sol iluminaba los frentes más altos. La gente empezaba a salir y caminaba lentamente por las aceras, otros daban sus primeras vueltas al perro en el auto con el mate en la mano.

“Periodista” era un apodo surgido aquel día en que le preguntaron en qué trabajaba, (solía repartir el diario del pueblo y las revistas que llegaban de Buenos Aires), y dijo:

—Soy “periodista” (por decir canillita).

Además, Ramiro era medio tonto. Algunos decían que había tenido meningitis de chico, otros mencionaron taras hereditarias. Sea lo que fuera al muchacho algo le pasaba. Ramiro era tonto, hablador y mentiroso. Hablar de sí mismo era lo que más le gustaba. Lo hacía con candidez contando historias inverosímiles y adjudicándose méritos imposibles. A los muchachos, todos mucho más chicos que él, (tenía más o menos treinta años), les divertía hacerlo hablar y cargarlo.

A partir de la adolescencia, los muchachos iban llegando al “Caravana”, con la misma naturalidad con que llegaban al baile de la confitería o integraban los equipos de fútbol de algún club. Los jóvenes se incorporaban a los ritos de su época, mientras los más grandes se retiraban, a medida que emigraban para estudiar, se incorporaban al mundo del trabajo, se casaban, o simplemente crecían. Ramiro se había quedado, como olvidado, desde varias generaciones atrás, siempre igual, incapaz de crecer. Verduguearlo era un pasatiempo para los demás, mientras se esperaba la noche para ir a bailar. Si no fuera por eso y los convites a los que lo obligaban, nadie lo hubieran aceptado en la mesa. Era un “quemo”. Pero Ramiro volvía siempre cada sábado con su ropa desgastada y su cara seria, mendigando compañía, la cruel compañía.

Esa tarde, el tema fue la carrera de bicicletas. El Pancho estaba entrenando para correr dentro de tres domingos la carrera que organizaba el Club Ciclista. Era un deportista mediocre, pero se enganchaba en todo: básquet, fútbol, paleta, natación y ahora ciclismo. En ninguno le había ido bien, ni siquiera medianamente bien, pero seguía intentando en busca de su destino deportivo. Era rey tuerto en este pequeño grupo de ciegos del deporte. Bastó que Ramiro mencionara que él había corrido una vez cuando era chico y que le dieron una medalla, para que comenzara la cargada.

—Che ¿y vos con qué bicicleta corrías?

—Con la mía —balbuceó ante el apuro Ramiro.

—¿La del reparto?

—Sí.

La absurda imagen de Ramiro en su pesada bicicleta del reparto con canasto, corriendo contra las veloces bicicletas profesionales, los inspiró. Una hora después Ramiro no podía encontrar excusas para no participar en la carrera. El domingo a la tarde comenzó el entrenamiento. Y de allí en más, el grupo llevó a Ramiro al parque todas las tardes para entrenarlo del mismo modo que se puede entrenar a un caballo. El Pancho era el líder y picaba adelante con su bicicleta deportiva de finas ruedas y muchos cambios. Detrás venía el pelotón de los que conformaban el equipo y de los que se sumaban por el circuito del parque. En el medio, transpirando la gota gorda, Ramiro. Las vueltas eran interminables. El grupo acompañaba y alentaba sin parar al ridículo Ramiro en su pesada bicicleta de reparto. El Pancho los superaba una y otra vez sacándole vueltas y cada vez que los pasaba, el aliento de la hinchada se hacía sentir pidiendo más esfuerzo al ciclista. Todo siguió así, hasta que al cuarto día Ramiro no se presentó al entrenamiento. Entonces la barra lo fue a buscar igual a la casa. Salió la madre, una pobre mujer cuyo único capital era ese hijo limitado de padre desconocido. Modesta modista, sobrevivía con su trabajo y el aporte de Ramiro, en una pequeña casa sobre calle de tierra cerca del cementerio. Con voz gimosa, lo excusó diciendo que le dolía el estómago. Pero los muchachos no le hicieron caso. Con la argucia de visitarlo, entraron a la casa y lo encontraron tomando mate en la cocina. Irreductibles, ejercieron toda la presión necesaria para persuadirlo de entrenar igual. El Toto le ofreció finalmente, cuando la voluntad del deportista ya estaba cediendo, un remedio milagroso que le curaría el dolor de estómago en un minuto. Lo llevaron a la farmacia y le dieron bicarbonato con un vaso de agua que el mismo farmacéutico proporcionó.

Después de dos semanas, Ramiro estaba macilento y ojeroso. Apenas podía cumplir con el reparto que seguía haciendo por las mañanas muy temprano. Le dolía todo pero no podía escapar de ese fervor popular que ahora lo rodeaba. Esperaba, vestido y ansioso, en el uniforme de ciclista que le trajera Roberto. Lo había armado con un pantalón elastizado de la hermana, una remera con brillos que le regalaron en el verano que no le había quedado bien y un casco, que era lo único profesional del uniforme. Roberto dijo que lo había encontrado entre los trastos en la casa de un primo, pero lo cierto es que lo compró para la ocasión, aunque no quería mostrarse tan desprendido en su contribución al grotesco que estaban montando.

Cuando lo pasaban a buscar y el barrio lo veía partir con la barra de “amigos” victoreándolo, Ramiro inflaba el pecho y ya desde la casa entraba a picar seguido por los muchachos en vocinglera manifestación. El gordo Hugo tuvo un gesto solidario prestándole su bicicleta. No era tan buena como la del Pancho pero sí muy liviana. Con la nueva bicicleta Ramiro empezó a tomar velocidad y ya no le podían mantener el ritmo los de la barra, así que terminaron por apostarse a lo largo del circuito alentándolo en cada vuelta. El único que persistía en su afán de correr era el Pancho, pero ahora ya no le sacaba tanta ventaja.

El viernes anterior a la competencia hicieron un asado. Ramiro era la figura principal y lo obligaron a dar un discurso. Agradeció el apoyo hasta las lágrimas y prometió ganar. Un gracioso, sin embargo, “se equivocó” y le alcanzó entre los brindis la botella de querosén que usaban para prender el fuego. Por suerte lo pararon a tiempo antes de que diera un trago, evitando así que la estúpida broma arruinara la presentación del día siguiente.

El domingo fue un hermoso día. El sol inundaba la costanera y numerosos ciclistas de todas las categorías se agrupaban con sus bicicletas cerca de la largada. Un parlante gangoso aturdía, de a ratos, llamando a los inscriptos para cada largada, pasando los anuncios de la publicidad o comentando el desarrollo de la carrera. En la tercera largada les tocaba participar a Ramiro y también al Pancho. Medio pueblo había concurrido ese día. Aunque nadie lo admitiera, se había corrido, de boca en boca, un rumor sobre que algo acontecería y ,eso, ya era mucho en una sociedad despoblada de acontecimientos.

Largaron. La hinchada de Ramiro se ubicó en la primera curva. Eran como sesenta, casi todos muchachones, aunque también había hermanas y novias que proferían gritos agudos alentándolo en cada vuelta. Ramiro quedó pronto rezagado, último, detrás de un pequeño grupo entre los que pedaleaba anónimo el Pancho. A la décima vuelta, a Ramiro le habían sacado todos, una vuelta de ventaja. Todos, menos el Pancho que por un súbito calambre abandonó. En la veinteava vuelta, Ramiro estaba al frente de los pelotones, eso sin considerar que había perdido tres vueltas, pero ni él ni la hinchada tomaban en cuenta esto y el aliento con gusto a quilombo seguía más que nunca. Cuando llevaban 21 vueltas se produjo el desastre: uno de los competidores se cayó y a renglón seguido cinco más se dieron sendos porrazos. La carrera quedó desorganizada mientras Ramiro seguía pedaleando ajeno al accidente. Tres giros más y el locutor anunció la última vuelta. Todos los competidores se lanzaron en el esfuerzo final. Al frente estaba Ramiro que huía desesperado del pelotón que se le venía encima. A los que tenían la cinta de llegada, no les quedó otra que levantarla y así cruzó en primer lugar la meta final. Ver esto y saltar en una explosión de júbilo fue una sola cosa. La barra invadió la pista al grito de “campeón” y lo levantaron en andas. El público, unos por confundidos y otros que se plegaron a la broma como divertimento, estalló en aplausos y así, por un buen rato, reinó el bullicio pese a los reiterados llamados al orden y la compostura que llegaban desde el parlante.

Ramiro estaba eufórico, levantaba los brazos, saludaba, iba de aquí para allá en andas, bamboleándose como un muñeco de elástico, ni cuando lo bajaron paró de saludar, estrechar manos, recibir y dar abrazos llenos de sudor. Los premios se repartían al final. Nadie supo quién empezó con el asunto, pero pronto una patota estaba apretujando a los viejos del jurado, exigiendo el premio de Ramiro. El presidente del “Ciclistas” estuvo a la altura de las circunstancias y, en confusa ceremonia, le entregó una pequeña copa sin grabar que venía demás, como premio iniciación entre aplausos y algarabía.

El premio dio para todo. Para festejar a cuenta del dueño del “Caravana” vinos gratis, para encabezar la vuelta al perro del domingo con Ramiro, en traje de ciclista, copa y enramada alegórica, sobre el techo del auto del padre de Hugo, (que tuvo un acto de generosidad prestándolo para la ocasión), cosechando aplausos, cánticos alegóricos a su victoria y sonrisas femeninas; también para armar una enorme mesa en la confitería durante el baile de esa noche. Al amanecer, todavía prendido de su copa, Ramiro fue llevado totalmente borracho a la casa y entregado formalmente a su madre con un saludo final:

¡CHAU CAMPEÓN!

Al día siguiente, todo el pueblo pudo leer en el diario local que, con sentido de la oportunidad, agregó una línea en el artículo de la carrera: “Premio iniciación para Ramiro Gabazo que fue festejado con estruendosa alegría por su parcialidad”.


“El ciclista”; pertenece al libro En saco ajeno. (Secretaría de Cultura, Municipalidad de Gualeguaychú, 2007)

Éste y otros libros de Carlos Costa se pueden obtener en Galerna Libros

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