EN SACO AJENO
—No te quedés parado ahí mirándome, me ponés nerviosa, ¿a qué hora tenemos que estar?
—A las nueve y media.
—Y bueno todavía no son las nueve.
—Sí, pero tenemos que ir hasta Adrogué. Desde aquí hay más de una hora.
—Nunca hay que estar en hora, siempre se atrasan.
—No quiero llegar tarde, vos sabés que es un cliente importante.
—¿Por qué no va Gentile? Siempre te toca a vos, seguís siendo el junior del estudio.
Cuando Esther estaba embalada sabía cómo lastimar. Los diez años como junior en el estudio con sueldo de miseria y trabajo a destajo, habían enturbiado los primeros años de casado. Recién cuando Rodríguez se retiró después de un derrame cerebral, Gentile lo había asociado. Nació como un estudio chico. Rodríguez lo fundó en la década del sesenta. Gentile se había incorporado hacía unos años, después de pasar por la función pública; su fuerte eran los contactos, pero el trabajo real recaía directamente sobre Alberto, con la sola ayuda de Julieta y Daniel, los dos nuevos juniors. Tenían también algunos empleados rasos y la doctora Mariani en la parte legal; había algunos administrativos y secretarias que no contaban a la hora del trabajo profesional. Pero desde entonces las cosas iban relativamente bien. Esther que había sido administrativa del estudio ya no trabajaba y pudieron comprar el departamento en Villa Urquiza. Esther tenía que estar agradecida.
—¿Por qué no te vas un poco al carajo? Sabés que a Gentile lo operaron de vesícula y todavía no está bien.
—Hace como seis meses que lo operaron.
—Mirá boluda, es el mejor cliente del estudio y siempre trata conmigo. No puedo dejar de ir. Ahora, si estás caliente porque no vamos a lo de tu hermana es otra cosa.
—Y sí estoy caliente qué. Es el cumpleaños de Alicia. Está toda la familia y yo no puedo ir por el cumpleaños de quince de la hija de un tipo que ni conozco.
—Sí, pero que te da de comer. No como tu hermana que nos vive mangueando.
—Ya tenías que salir con eso. Sabés que Jorge está sin trabajo. ¿Qué querés que haga?
—Bueno, acabémosla, hacé rápido y nos vamos.
La pelea comenzaba a salirse de madre. Alberto resolvió ir a fumarse un cigarrillo al living. Prendió la televisión y se enganchó con un programa de deportes. Tenía que distraerse, no quería seguir juntando bronca. Era inútil, discutir era inútil, pero no podía parar. Esther lo sacaba de las casillas.
—¿Quién me sacó el chal negro? La puta que las parió, no me piden permiso y ni siquiera me avisan, pendejas de mierda.
—Fue Natalia, yo no te lo agarré.
Gabriela era la más chica de las dos y no tenía empacho en mandar al frente a la hermana, total no estaba y cuando volviera la bronca ya habría pasado. Para quince años la pendeja era vivísima, más que la hermana de diecinueve. Esther apareció producida. Alberto comprobó con agrado una vez más que su mujer le seguía gustando, en especial cuando se arreglaba. Y la guacha lo sabía. Con gesto de ganadora, agregó:
—Apagá eso y vamos, ¿no estabas apurado?
Alberto pensó para adentro —va ser mejor que volvamos temprano, la cosa da para una jugosa reconciliación. El viaje fue menos pesado de lo esperado e igual llegaron a las diez y media, a tiempo para degustar algunos calentitos. Después les asignaron la mesa. Las mesas estaban armadas con criterio clasificatorio. Esta era la mesa de los profesionales. Estaban: el médico de la familia con su mujer (segundas nupcias a suponer por la diferencia de edad), el síndico de la empresa, un insoportable boludo que ya había tenido que aguantar varias veces por razones de trabajo, también con su mujer, bastante mayor aunque él no era precisamente joven. A la derecha le tocó el abogado. Era un tipo más o menos de su edad, 45 o 47 a lo sumo. Parecía muy reservado, tanto como para hacer más aburrida la noche. La fiesta transcurrió dentro de los cánones de moda, aunque con mucho derroche de recursos. La chica era la primera hija del matrimonio y en algún sentido la única porque tenía otro hermano, pero no lo trajeron. Parece que el chico era autista, (asunto que ventiló desatinadamente el médico), y la fiesta podría ponerlo nervioso. Sólo hubo una mención emocionada para él cuando la cumpleañera dijo unas palabras. El abogado salió varias veces a bailar con su mujer. Alberto la invitó a Esther y lo hizo con gusto. Esther bailaba excelente. A pesar de no ser muy bonita, producida era llamativa y bailando un deleite. Alberto aprovechó para apretarla un poco en un par de ocasiones; sabía que estaba haciendo una inversión. Los hombres se sacaron los sacos y los colgaron sobre los respaldares de las sillas vestidas de blanco, para continuar comiendo y bebiendo mientras charlaban. Las mujeres hacían lo propio en la otra mitad de la mesa. El abogado se puso un poco más locuaz después de unas copas. Por sus dichos, Alberto se enteró de que era penalista. (Sacapresos –pensó). De a poco le fue tirando de la lengua y como casi todo el mundo, empezó a soltar información a medida que hablaba de sí mismo. Por lo que decía, daba para pensar que el tipo tenía clientes pesados y conocía el manejo del tema. Alberto lo estimulaba con preguntas. Le resultaba divertido escucharlo protestar contra la severidad de los jueces, la celeridad de las causas, porque “una justicia rápida no siempre es justicia”, jactarse de la torpeza policial, que le permitía anular pruebas y descargar su furia contra determinados fiscales o jueces que le hacían el trabajo difícil. Era el negativo de la demanda social de seguridad y justicia que se podía escuchar todos los días en los medios de comunicación, o de la boca de cualquier ciudadano. Con una razonable cuota de cinismo, Alberto comprobó una vez más que las cosas son según nos convenga, y eso es todo. El abogado sacó la cigarrera y ofreció unos habanitos. Alberto aceptó con el ánimo de crear un mejor vínculo y estuvo acertado. El abogado sacó la billetera del bolsillo posterior del pantalón y a continuación extrajo una tarjeta que le entregó:
—Dr. Gerardo Olivera —se aseguró el abogado de que recordara su nombre.
Alberto lamentó no haber traído las suyas, pero igual guardó en el bolsillo exterior del saco, colgado de la silla, la gentil presentación. Las mujeres se aburrían pronto de charlar boludeces e insistían en bailar. Alberto accedió sin problemas (sabía que eso le sumaba puntos que pronto iba a cobrar), pero cuando cortaron la torta consideró que era el tiempo justo de partir. Si alargaba la cosa, Esther llegaría cansada y esto la ponía de mal humor. Así que procedió a saludar y despedirse. Tomó el saco en el brazo derecho y le tendió el otro a su mujer para así salir al estacionamiento. No se había equivocado. Fue una ardorosa reconciliación, un acto de necesidad mutua, una reparación necesaria de las pequeñas amarguras cotidianas. Después los dos se sumergieron en el sueño largo de los fines de semana.
Los lunes son desastrosos. Levantarse cuesta un huevo. Encima hay que despertar a las dos chicas para acercarlas con tiempo. Gabriela, todavía en el secundario, tiene que llegar al colegio a más tardar a las ocho. Natalia que va a la facultad, tiene más libertad horaria y eso dificulta la cosa. Una se tiene que levantar más temprano por culpa de la otra o irse en colectivo. Hay un padre, un solo auto, la discusión es inevitable. El saco había quedado sobre la silla. Alberto se lo puso. Tenía pequeñas manchitas de la fiesta y, sin embargo, había decidido usarlo el resto de la semana antes de mandarlo a la tintorería (una pequeña economía, si se quiere). Súbitamente notó que las mangas le quedaban un poco cortas, que algo le molestaba. Empezó a palparse como buscando en los bolsillos. En el izquierdo tocó un bulto, cuadrado, delgado. Antes de pensarlo ya se había dado cuenta: ¡Se trajo el saco del Doctor Olivera! ¡qué cagada! No hubo tiempo de cambiarse o continuar con las cavilaciones. Se mandó al ascensor porque Gabriela llegaba tarde.
Cuando estuvo en el estudio pidió un café que Silvia le alcanzó solícita. Se sentó en el escritorio a fumar un cigarrillo mientras analizaba la situación, exponiéndola mentalmente como una sucesión de hechos y deducciones que era la manera como le gustaba hacerlo. Era evidente que en el medio de los bailes, la silla de Olivera se intercambió con la suya, es decir que sin querer y sin mirar, él se llevó el saco ajeno. El traje de Olivera era igual. El mismo color, la misma tela, la misma talla, salvo que Olivera tenía los brazos más cortos, así que seguro se lo hizo arreglar en la sastrería. Revisó los bolsillos y salvo la cigarrera, un pañuelo y una pequeña nota no había otra cosa, de modo que encontrar a Olivera para cambiarle el saco no iba a ser fácil. Pero tampoco podía ser tan difícil. A ver, el único contacto con Olivera era sin duda Gálvez, el dueño de la fiesta. Bastaba con llamarlo y preguntarle cómo ubicar a Olivera, y se terminó el tema. Gálvez había salido el domingo para Estados Unidos por un mes. Gabriela, la secretaria, estaba con licencia. Bueno, siempre quedaba un recurso; estaba el síndico, el doctor Fernández, así que pidió el llamado a Silvia, su propia secretaria, que salvo el par de buenas tetas no valía mucho, pero había resultado un hallazgo en la cama. Fernández estaba de viaje en Europa y venía a fin de mes. ¿Coincidencia? Conociéndolo a Fernández, seguro que no. Si al menos le quedara bien, Alberto hubiera dejado las cosas como estaban y que Olivera se preocupara por buscarlo a él para recuperar su cigarrera, pero lamentablemente no era así y eso le molestaba como una piedra en el zapato. Se sentía impelido a buscar una solución. La nota no decía mucho, “Álvarez lunes 21 horas” y una dirección de Avellaneda. Hoy era lunes. Olivera podría estar concurriendo a ese lugar a las 21, o alguien podría conocerlo allí, siempre que el lunes de la nota fuese ese lunes. Alberto atendió todo el día en mangas de camisa No salió a almorzar; pidió que le trajeran algo del bar de abajo, se sentía incómodo en el saco de otro. A las 15 llegó Gentile. Tuvieron una reunión de un par de horas.
—El asunto de Bozano está complicado, tiene infinidad de facturas truchas; pero podemos tirar para atrás la inspección porque el inspector mezcló algunas que son buenas, así que por ese lado vamos bien, éstos son unos imbéciles, no saben trabajar.
—Está bien, pero demoráselo un poco y aumentale los honorarios.
—Pero ya pagó todo lo que le presupuestamos.
—Decile que tenemos que hacer una gestión extra y que eso cuesta. La va a poner.
—En el caso de Transportes Holgado, dejá que yo hablo con el juez y seguro podemos poner al Doctor Slapak como Síndico. Es un buen enroque. No va a cuestionar nada.
—La semana que viene tenés que encontrarte con Quiroga para arreglar lo de Safrena.
—Mejor lo dejamos un año más en el freezer y que siga con la cuota.
—¿No nos convendría sacarlo ahora? porque a Quiroga lo trasladan en cualquier momento y con el que viene atrás…
—Dejame a mí, ahí va seguro el sobrino de Rodríguez. Con la relación que tiene conmigo no vamos a tener problema.
Cuando todos se fueron, se quedó adelantando trabajo hasta las ocho. Entonces llamó a su mujer para avisarle que no iba a cenar porque tenía que ver a un cliente que al otro día sería inspeccionado. Esther no le creyó, pero se mostró amable. Le reventaba esa actitud. Era como si le diera la oportunidad de meterle los cuernos sabiendo que trataba con un león herbívoro. Si pudiera contarle lo de Silvia… por un momento lo asaltó la duda ¿Esther no le estaría poniendo cuernos? Desde que dejó de trabajar, no sabía bien que hacía con su tiempo. En casa no estaba casi nunca, algunas veces también llegaba tarde con una explicación banal: “me fui al cine con Olga”, “estuve en lo de Alicia”. Era mejor no pensarlo. Si había algo, mejor no saberlo (un quilombo matrimonial es lo que menos necesitaba ahora que por fin le veía las patas a la sota). Buscó en la guía de calles el lugar indicado en la nota. No quedaba muy lejos del centro, así que sacó el auto del estacionamiento y salió en busca de Olivera. El barrio de casas bajas no parecía muy recomendable, menos a esa hora de la noche aunque tampoco era de lo peor. La casa de la nota tenía verjas negras con un jardín largo adelante y techo de tejas, pero el frente estaba todavía sin revocar. Estacionó el auto dos veredas más lejos, apagó el motor y esperó. Cuando en su reloj se podía leer las nueve y cinco, un “GOLF” se detuvo delante de la casa. Un tipo de traje se bajó y tocó timbre. La oscuridad no le permitía ver bien los rasgos pero Alberto supuso que era Olivera. Cuando él se bajó, el tipo ya había entrado. Alberto se dirigió a la reja y tocó el timbre. El tipo que salió era el mismo que había entrado pero ahora estaba en mangas de camisa.
—Olivera —dijo el hombre cuando llegó a la puerta, como si lo conociera —pase, pase —repitió, mientras abría la reja con una llave.
Alberto no alcanzó a responder, sólo agregó un “buenas noches” mientras iba entrando. De alguna manera, en ese barrio penumbroso, se sentía más seguro estando adentro. En cuanto llegara, Olivera aclararía el tema o trataría de explicarlo de alguna manera. Mientras tanto el tipo lo sobrepasó y se puso a caminar adelante como guiándolo, “pase, pase”. Alberto pudo ver perfectamente el arma que llevaba en la cintura junto a los riñones, una nueve milímetros reglamentaria. Como solía ocurrirle ante situaciones de riesgo, de pronto se aplomó. Adentro lo invitaron a sentarse en un sofá rojo que no pegaba para nada con el resto del mobiliario, más bien parecido a una reventa de muebles usados. Junto con el que lo había atendido, autodefinido como Julio (¿Álvarez?), estaba otro flaco de cara maltratada, gruesos bigotes, y pelo corto que fumaba constantemente. El tipo dijo: “Mario”, mientras estiraba la mano.
—Bueno doctor, yo ya hablé con Mario, él está de acuerdo, tenemos que sacar al “Cholo”. No aguanta más adentro. Ya lleva un año y medio. Está loco. Más ahora que la mujer está por parir (parece que las visitas higiénicas son productivas). Se nos vino abajo. Si no lo sacamos, amenazó con hablar y tiene razón. Hace rato que tendría que haber salido, ¿no doctor?
La mirada incluía un reproche peligroso. Alberto se puso en el saco de Olivera y contestó con suficiencia:
—El problema es el fiscal que es un hijo de puta y el juez no se anima. Ahora no es como antes.
—Por eso Doctor, para que el Juez se anime le preparamos lo que le dije por teléfono. Sus honorarios, después, como siempre.
Era evidente que el tipo no conocía a Olivera personalmente y quizás nunca había hablado con él. Alberto se dio cuenta de que el otro también estaba fingiendo. La confianza del cliente lo es todo. Alberto lo sabía bien. Mario se paró, abrió un cajón del mueble que estaba en el otro lado de la salita y sacó una bolsa de polietileno con billetes en fajos ajustados con gomitas. La bolsa quedó sobre la mesita ratona. Había billetes de distintas denominaciones; mucho cambio. Alberto trató de calcular el monto. No fue necesario. Veinticinco mil pesos Doctor, después sus honorarios. Julio pronunciaba la palabra honorarios enfáticamente como si de estos le correspondiera una parte. Alberto actuó por reflejo, como seguramente hubiera actuado Olivera o como él mismo ante un cliente. Los tipos parecían desesperados; era el momento de apretar.
—Con eso no hago nada. Se me van a reír en la cara.
—Pero doctor, usted me dijo que era lo que pedían.
—Sí, pero ahora me dijeron más. El fiscal está muy duro, hay que ponerla —la cara era una piedra. No podía volverse atrás sin ponerse en riesgo.
Julio lo agarró a Mario, y sin pedir permiso, se mandaron a la habitación siguiente que no tenía todavía colocada la puerta. Una precaria cortina colgaba flotando. Seguramente era la cocina porque alguien estaba picando algo con una cuchilla. El ruido se detuvo de golpe, la conversación podía escucharse casi como si estuviesen delante.
—Es tu hermano, no podés dejarlo así.
—Pero ya le dimos su parte. ¿Qué más quiere?
—Bueno poné un poco vos, después le cobrás.
Un murmullo como llanto de mujer se filtraba entre las palabras. La discusión siguió un rato, después un silencio y el murmullo del llanto se fue acallando. El autodenominado Julio vino para hacerle compañía, le ofreció algo para tomar y Alberto aceptó. Aceptar siempre acercaba las partes. Terminó siendo una gaseosa que una mujer con prominente embarazo trajo en un solo vaso desde la cocina. Alberto vio el ruego en los ojos irritados de esa mujer morocha, todavía linda a pesar del embarazo y la vida. Cuando el silencio se hacía insostenible, Mario apareció con otra bolsa de plástico. En apretada mezcla había fajos de billetes, dólares y algunas joyas de oro.
—Esto es lo que quedó, no tengo más —dijo terminante y desconfiado. Julio hizo el gesto de cuánto con los dedos:
—Hay más de veinticinco mil ahí. Lléveselo doctor.
Alberto tomó las dos bolsas, las metió en su portafolios pese a la dificultad que el volumen le ocasionaba y se incorporó. Al mismo tiempo se pararon los otros dos. Sendos apretones de manos que sellaron un trato no explicitado y dos promesas, “ocuparse del caso lo antes posible” y “esto va a salir, quédense tranquilos”, Alberto repetía a conciencia las palabras que usaba en el estudio, no eran muy diferentes las profesiones al fin de cuentas. Ya en el auto, Alberto tiró el portafolios sobre el asiento del acompañante y arrancó con cierta violencia; el aplomo tenía un límite. Cuando llegó a su casa, Esther no había llegado aún. ¡Otra vez al cine! Una pequeña bronca lo invadió pero no prosperó. La excitación lo conmovía más. Con cuidado tiró el contenido de las bolsas sobre la cama. Había cuarenta y ocho mil quinientos veinte en efectivo, sumando los dólares al cambio y los pesos, un collar cuyo valor no supo apreciar, una pulsera haciendo juego, un par de cadenitas insignificantes, dos anillos y un camafeo. El camafeo no valía mucho, pero le inspiró curiosidad así que abrió la puertita y una cara de nena le sonrió desde adentro; para alguien aquello debía tener valor afectivo. Una vez inventariado, Alberto separó todo en las dos bolsas, en una puso los 25.000 en efectivo, el resto en la otra. Después las guardó en un viejo portafolios con llave y las ocultó en la parte de arriba de su placard. Era improbable que alguien las encontrara, salvo, pensó, en caso de un robo y se rió para sus adentros. La foto del camafeo fue a parar a la basura.
El martes no pasó nada. El esperado llamado de Olivera no se produjo. ¡Mejor! El miércoles Alberto se fue temprano. No hubo ningún llamado. Silvia lo esperaba en Nardino donde tomaron algo. Después fueron al hotel. El jueves a las nueve llamó Olivera. Atendió Julieta. Silvia había faltado sin dar aviso —la guacha se toma el día libre cada vez que se encama; es una hija de puta.
—Estoy afuera, que llame a la tarde.
A las cuatro volvió a llamar.
—¿Cómo estás? Sí, me di cuenta pero no sabía cómo ubicarte… ah, claro, por la tarjeta que me diste, sí y por las mangas ¿no?…también la llamé a Gabriela, estaba de licencia… Seguro, se reincorporó ayer… claro. ¿Y cómo hacemos? No, mirá, yo estoy comprometido hoy, si querés pasá mañana, además tengo el saco en casa… bueno sí, a eso de las cinco.
—Cómo no… Lavalle 534 3° “A”. Sí, sí y tomamos algo.
Olivera estaba sentado en la recepción. Metido en el fondo del sillón se le notaban más los brazos cortos; los bordes del saco le cubrían hasta la mitad de las manos. No tenía nada consigo, el desgraciado se había traído el saco puesto. Alfredo lo hizo pasar, pidió un café y ceremoniosamente le entregó el saco que había traído en una bolsa de esas que se usan para proteger la ropa en los viajes. Con una sonrisa le marcó:
—En el bolsillo está la cigarrera.
Olivera se puso serio y habló rápido:
—Bueno, aparte de la cigarrera, unos clientes míos te entregaron algo para mí.
Alberto lo miró como si no entendiera.
—El lunes en Avellaneda, yo llegué tarde, vos ya te habías ido.
—Ah sí, cerré un negocio por vos —dijo con una sonrisa— ¡sabés! me confundieron y me dio miedo que me mataran, así que les seguí el juego.
—Bueno y ¿dónde está la plata?
Alberto abrió un cajón y sacó una bolsa de plástico transparente con billetes. La puso sobre el escritorio al alcance de la mano de Olivera.
—¿Cuánto hay acá? —dijo Olivera sin tocarla.
—No sé, yo no los conté, pero me dijeron 25.000.
—Tiene que haber cincuenta. Es lo que arreglamos.
—A mí me dieron esto, del resto no sé.
Olivera se revolcaba por dentro de bronca, pero no quería mostrar el enojo.
—Esta gente es muy pesada. Tiene más de una muerte, con ellos no se puede joder…
—Estoy seguro, así que más te vale que le saques al hermano de la jaula porque sino te limpian.
Olivera transpiraba.
—Necesito los cincuenta.
—Yo creo que podés hacerlo por 25. Sé cómo es esto.
Olivera la siguió un rato más pero se sabía perdedor, así que al final tomó la bolsa, se cambió el saco y se dispuso a irse.
—Encima me lo manchaste con salsa.
—No, ya estaba así cuando me lo llevé.
Alberto la llamó a Esther al celular. La invitación al teatro y a cenar un jueves la sorprendieron, pero la cadena de sorpresas fue mayor, cuando en el medio de la cena le entregó un conjunto de collar y pulsera, que cuidadosamente había acondicionado en una cajita comprada en la calle Libertad. Pero aún faltaba algo más. Alberto le anunció que en octubre se tomaba veinte días para llevarla a Europa. Esther presintió que probablemente sería mejor cortar la historia con el Doctor Gentile. Al fin de cuentas Alberto la hacía sentir bien…
“En saco ajeno”; pertenece al libro En saco ajeno. (Secretaría de Cultura, Municipalidad de Gualeguaychú, 2007)
Éste y otros libros de Carlos Costa se pueden obtener en Galerna Libros