EL PRESENTE
Reconoce la imagen. Es el conventillo donde vivía Esther. A su madre no le gustaba Esther. Puro ojo y piernas flacas, decía, pero como buena socialista, no se permitía impedirle que jugara con ella.
Ahora que está más despierto, sólo quedan imágenes sueltas en la penumbra, antes del vecino amanecer. Injustificados, piensa, los motivos que tiene la memoria para atesorar algunas imágenes y olvidar otras. Caprichoso recuerdo el de una lánguida mujer albina que gastaba su vida asomada por la ventana del patio delantero. Estaba allí siempre, como un testigo mudo, un portero inverosímil del conventillo. ¿Pero por qué recordar? Mejor preparar unos mates. Al mediodía vendrán ellos. Para entonces habrá pasado toda esta mañana. No aceptará lo del geriátrico, eso está claro.
El jarrón se hace añicos contra el piso, no se la esperaban. Que se vayan; más que hijos son extraños. Desde que murió Angélica está indefenso. A ella la querían. Él es un estorbo; quieren la casa. Ahora sólo deberá esperar el final, rodeado de viejos inútiles.
Carajo, qué mierda es todo esto. Pero la culpa nunca es ajena, es propia, para qué engañarse. ¿Qué habrá sido de la vida de Esther? La última vez tenían 15 años, demasiado pocos para muchas cosas y suficientes para coger a la siesta, mientras la madre lavaba la ropa en el piletón del patio. Cuando demolieron el conventillo, Esther y su madre se fueron a Córdoba. ¿Qué podría haber hecho? Escribirle. Le devolvieron la carta sin abrir.
La enfermera viene con unas pastillas, después le dirán de dormir la siesta. La imbécil no se da cuenta de que no las toma. A mí que no me jodan con sedantes. Acá nos manejan todo como si fuéramos tontos. Se acuesta, es mejor fingir. Cuando todo esté en silencio será el momento.
En el patio no hay nadie. La cancel está cerrada con llave. Para los viejos decrépitos es una barrera insalvable. Girando la falleba que mantiene las dos hojas juntas, la puerta debería abrirse. Hace muchos años que no se gira, tiene que hacer fuerza. La puerta se abre con un ruido seco. Ojalá que el ruido no los haya alertado. La calle está llena de luz.
Está caminando sin rumbo pero qué importa, si es por el gusto de caminar, tampoco tiene un plan, un propósito, pero ¿qué le puede pasar? Al fin y al cabo no hay mucho que perder. A mitad de cuadra hay una peluquería. ¿Cuánto hace que no se corta el pelo? Por lo menos unos seis meses. Tiene que esperar. El peluquero atiende a otro cliente. Es un tipo gordo, con aspecto de haber tenido buen físico, quizás fue deportista. El pelo muy negro, seguramente teñido. Muy bien afeitado, como corresponde a un peluquero. Usa un delantal celeste para marcar su profesionalismo. ¿De qué lado se hace la raya? ¿Corto o mediano? De la izquierda. Ni corto ni largo. El hombre trabaja, hay tiempo para pensar. Volver al barrio, no son tantas cuadras. No todas las cosas habrán cambiado, quedarán muchas casas de aquella época. ¿Por qué algunas sí y otras no? ¿Qué historias encierra cada una? Quizás haya algunos viejos que tienen hijos menos jodidos, quizás sean muchos herederos, quizás, quizás, quizás. Había un bolero que tenía este estribillo. Estás perdiendo el tiempo, pensando, pensando y cuando te pregunto ¿hasta cuándo? siempre me respondes, quizás, quizás, quizás. Lo cantaba una artista famosa en aquella época. Solo le viene la imagen de ella prendida al micrófono, con el cuello envuelto en su eterna chalina roja. Pero ¿cómo carajo se llamaba?
Tu mamá está al teléfono. “Abel, te necesito, papá está mal”. Ya era tarde, no había nada que hacer, por lo menos el viejo se fue rápido, tuvo suerte. ¿Por qué piensa en eso? ¿Por qué mezcla todo? Son cosas de la vejez. Antes del geriátrico no le pasaba. En ese entonces sabía dónde estaba cada cosa, los recuerdos tenían dónde asentarse, ahora es distinto, todo flota en el aire. Apenas una cama en un cuarto compartido con otro viejo de mierda. Esta es la calle. Allí estaba el conventillo, en la esquina, la casa de departamentos. Cuarto F. Eso no se olvida. ¿Y si toca el timbre? ¿Quién vivirá ahí? La mano aprieta el portero eléctrico. Lo hace antes de pensar.
—Hola, ¿quién es?
—Un vecino. ¿Puedo subir?
El portero eléctrico ronronea.
Debería tener una excusa, una pequeña, luego diría la verdad. Es una mujer mayor. ¿De su edad? Tiene una larga cabellera rubia, en el cuello luce una pieza de jade que cuelga de una cadena dorada. Está en camisón.
—¿Qué desea?
—Yo vivía aquí —Empieza por el final.
El final es el principio de la conversación. Luego la mujer lo hace pasar y lo invita con un café. Las historias se entrecruzan. Los que compraron el departamento cuando murió su madre lo conservaron poco tiempo, luego se lo vendieron a ella y a su marido, cuando él se murió, se quedó sola. No tiene hijos, puede verse como una ventaja.
—¿Podría pedirle de pasar a mi cuarto?
Ya no está más el empapelado, los muebles son otros. Hay un agujerito en la pared. Una ranura apenas, contra el listón de madera del entrepiso, donde está la carta de Esther, la que ella nunca pudo leer. Con la punta de los dedos la saca. El papel está amarillento. La señora se sorprende.
Eso fue amor verdadero.
Tal vez sí. A mí sólo me queda el recuerdo.
Eso es lo único que nos queda de lo que vivimos. Sus ojos son claros y todavía brillantes. Se mantiene delgada y recta, debe haber sido una belleza. La está mirando como a una mujer, o mejor dicho, como hace mucho que no miraba a una. Ella sonríe y le ofrece un trago. No sabe qué hacer. Le parece que lo mira como a un hombre. Hace mucho que nadie hace una cosa así.
Viene con dos copas llenas. Se sienta en el borde del sillón. Le apoya la mano sobre el hombro. Roza los senos blandos cubiertos apenas por el camisón.
Amanece. No es poco. Emilse descansa. Tuvo un sueño. Es un sueño que no se puede explicar. Caminaba por un campo, había una fila interminable de eucaliptos, no se podía ver el final del camino, caía el atardecer. Un doberman marrón apareció por detrás. Le dio miedo. Se apuró. El perro comenzó a ladrar. Después estaba despierto. Un perro lo persigue. Quién estará buscándolo. Puede que usen perros para seguir su rastro. Mejor no contarle nada a Emilse. No vale la pena. Mira por el balcón, no hay perros en la calle.
Emilse trae el desayuno. Lo toma mejor que lo que él pensaba. Su condición de fugitivo la divierte, pareciera que la excita. Por la ventana entra el sol y el ruido de la calle. Se escucha un televisor del departamento vecino. “La mujer es sorda,” explica Emilse. Los diálogos de la telenovela llegan entrecortados.
“Voces”. Dice una voz masculina.
“No escucho más que la queja de los muebles”.
Emilse hace un gesto de representación teatral.
“Yo escucho que alguien habla”.
Emilse se lleva el dedo a la sien.
“Estás loca”, se escucha desde la ventana. Se ríen.
—¿Cómo sigue esto, Emilse?
—Como vos quieras —contesta sin dudar.
Y es cierto, piensa.
“El presente” pertenece al libro El Otro Jardín. (Simurg, 2009)
Éste y otros libros de Carlos Costa se pueden obtener en Galerna Libros
Me enganché con estos relatos «desmemoriados » y «mentirosos»: Un lunes cualquiera y Presente! Interesantes!