FALLAS ALEATORIAS

FALLAS ALEATORIAS

Usted se ha comunicado con Virginia Escalante. Por favor, deje su mensaje después de la señal.

—Es la quinta vez que te llamo ¿me podés responder el llamado?

Mauricio imprime un tono de voz especial, debería sonar como un reproche pero no parecer demasiado agresivo, para no mostrar su desesperación, aunque de buena gana la mandaría al carajo. Pero eso es, precisamente, lo que no debe hacer.

Guarda otra vez el celular en el estuche de su cinturón. Sigue conduciendo en medio del tránsito congestionado que sale de la ciudad. A esta hora, en cualquier día normal, ya hubiera estado de regreso en el country, pero este no es normal; diez minutos antes ha pasado de largo la salida de la autopista que lo hubiera depositado en su casa. La maldita huelga de pilotos lo obliga a optar, contra sus deseos, por esta alternativa. Tendrá que manejar toda la noche para llegar con algunas horas de margen a la capital de la provincia y tener tiempo suficiente para ducharse, reunirse con Camarota y definir la estrategia con la cual encarar al Comité Empresario para salvar el proyecto. Lo que en una situación normal sería sólo un molesto viaje de ida y vuelta en el día, cómodamente repantigado en la clase bussiness, retocando la presentación (una vez más, inconclusa), ha sido sustituido por la perspectiva de una noche al volante, sin dormir, a la que seguirá la pesada reunión con el grupo empresario local, que ya se había mostrado muy duro la vez anterior, y lo peor: concurrirá sin nada nuevo que ofrecer. El broche de oro será seguramente un almuerzo, que acabará reventándole el estómago. El malestar está más que justificado. Por un buen rato no puede dejar de pensar en todas las medidas que tomaría, si de él dependiera, para conjurar estas malditas medidas de fuerza.

—¡Porque son un servicio público! ¿O no? —se escucha decir, cosa que le ocurre bastante seguido últimamente, sin que pueda controlarlo.

Vuelve a insistir con el celular. Mientras llama advierte que tiene poca batería, agrega este detalle al mensaje, después de mencionar que es la sexta vez que intenta comunicarse. No bien lo dice se arrepiente; le ha dado un pretexto a Vicky para no llamar, pero ya estaba hecho. Tendría que haber traído el cargador para coche pero quedó en el auto de su mujer. Salir desde la oficina le ahorró tiempo, pero tuvo que prepararse todo a la mañana temprano y a esa hora estaba medio dormido. Comienza a repasar de qué otra cosa se olvidó y no puede completar la lista.

El malestar vuelve, son ya las once. Virginia no le ha devuelto la llamada. Lleva la mano al celular pero se detiene antes de sacarlo del estuche, debe pensar qué hacer. Es evidente que su mujer no responde los llamados que recibe. Piensa que a esa hora ella debería estar en su casa pero sabe de antemano que no está. El trabajo en la “galería” es así y hoy… ¿Hoy o el jueves? No. Le había dicho el 23, hoy es 23. Claro que sí, hoy expone Marcelo Prado. ¡Cómo si él supiera quién carajo es ése! “Quedate tranquilo que es gay”, le había dicho Vicky.

Desde que se analizaba no dejabade remarcarle, en cada ocasión, sus celos desmedidos. Pero si él ni siquiera había pensado en Marcelo Prado como un posible amante. ¡Qué hinchapelotas! No se da cuenta lo cambiado que está, el esfuerzo que hace por mostrarse distinto. Él está dispuesto a no volver a caer en la tentación de la violencia y para eso sabe muy bien que no tiene que esperar a que la bronca le crezca adentro. Debe controlarse no bien comienza a sentirla, vivir el momento a momento, el día a día, sin hacerse concesiones. Fue por eso que no se opuso a que trabajara con Cecilia en la “galería” y, desde ese momento, ellas andan todo el día juntas. (Lo que no había tenido en cuenta es el carácter de machorra de Cecilia. Pero su mujer no es de ésas. ¿O tal vez sí? Lo que más disfrutaba en la cama, ¿no era, precisamente, lo que a él le interesaba? ¿Quizás? Pero, ¡no!Virginia no es de esas).

Finalmente llama a la galería, a lo mejor el celular de su mujer no tiene batería o algo así. Tiene que reintentar un par de veces, el número grabado en la memoria no tiene el prefijo. En sucesivas consultas lo memoriza para discarlo manualmente.

—El SOHO, buenas noches. —La voz le es desconocida.

—Señorita, habla el esposo de la arquitecta Escalante, ¿me puede pasar con ella?

—Un momento, me voy a fijar si está.

Después de un minuto alguien retoma el teléfono.

—Sí, ¿quién habla? —La voz áspera de Cecilia Falcone le resulta tan conocida y vulgar, la imagina enfundada en sus pantalones negros, tomando displicentemente con una mano el teléfono, mientras que con la otra sostiene su eterno cigarrillo.

—Habla Mauricio, ¿me das con Virginia?

—Mirá, no la veo, esto es un mundo de gente, en cuanto la ubique le digo que te llame. ¿Es muy urgente? ¿Le digo algo? —Lo de la urgencia sonó a: “¿Qué te pasa? ¿Tenés algún problema para molestar todo el tiempo?”.

—Decile que me llame al celular.

—Le digo.

La hija de puta ni siquiera se despidió. Lo está disfrutando, sin duda, esto lo tiene que arreglar no bien esté de vuelta.

La ruta se ha ido despejando a medida que se aleja de la ciudad, aunque ahora está reducida a un carril, con muchos camiones que viajan en uno y otro sentido. El coche se desplaza a más de ciento ochenta, entre guiños de luces y rebajes. Desplegar la potencialidad del “BMW” le da satisfacción. Hay que tener huevos para correr así y hay que saber manejar también. Mauricio cree poseer las dos cosas. El celular emite un quejido y se apaga. El tránsito se hace rápidamente más denso, muy a su pesar debe bajar la velocidad. Unos kilómetros más y comienza a moverse por tramos. Lleva la mano al botón de la radio, la enciende, busca con el rastreador alguna estación local que emita música pero no se escucha bien; termina por sacar un CD de la guantera, música celta, lo deja sonar. No ha pasado media hora cuando descubre una estación de servicio. Un muchacho vestido de overol caqui se le acerca.

—Llenalo de súper.

—No tenemos. Están de paro en la destilería. No nos llegó el camión.

—Ponele común, entonces.

—Tampoco hay, sólo tengo gasoil.

—¿Cuánto falta hasta la próxima estación de servicio?

—Unos diez kilómetros sobre la mano de enfrente, pero no va a poder pasar, hubo un accidente. La ruta está cortada. No creo que la despejen por unas cuantas horas.

Estaciona el coche cerca del minimercado. La acidez lo está torturando de nuevo. Comer lo aliviaría por un rato. Entre las góndolas elije un paquete de galletitas y una gaseosa. Paga y se dirige al playón para estirar las piernas. La fila de coches parados ya supera la estación y continúa extendiéndose como una mancha hacia atrás. De alguna manera, se está mejor allí que en la ruta, la salida ha sido providencial. Sin darse cuenta, camina unos cien metros ingresando en el playón de los camiones; dos choferes charlan sobre el accidente. Por la conversación se entera: volcó un camión de gasolina, detrás se estrellaron un par de coches. Todo resultó en un infierno, con infinidad de muertos y heridos. Conviene desviar por la 35 hasta Arepo y empalmar de nuevo con la ruta más adelante; en total serían 140 o 150 kilómetros más.

—¿Dónde puedo tomar la 35? —pregunta Mauricio, después de saludar.

—Aquí nomás —señala con un gesto el camionero, indicando un camino vecinal que aparece a doscientos metros—. Tiene unos veinte kilómetros de tierra y sale a la 35 provincial, está asfaltada hasta la mitad, después es de tierra, pero está bastante bien. Cruzando Arepo, hace cuarenta kilómetros más y va a encontrar la catorce, a la altura del kilómetro 925.

—¿Hay alguna estación de servicio en el camino?

El hombre duda un momento, y luego agrega:

—En Arepo creo que hay una, pero seguro, no bien sale a la ruta, a cinco kilómetros, va a encontrar otra.

Mauricio agradece. Se sube al auto y trata de descontar el tiempo perdido. Los primeros veinte kilómetros semejan un rally, curvas y contracurvas con derrape y polvareda, en la noche cerrada. Algunas liebres, un grupo de carpinchos, y otros animales que no alcanza a distinguir, se le cruzan repetidamente delante de los faros. En unos medanales tiene que abusar de su habilidad para poder zafar, con un coche tan bajo, de lo que parecen arenas movedizas, pero finalmente las ruedas pisan el asfalto de la 35. Lo primero que se le ocurre al llegar es preguntarse para qué lado tenía que seguir. Trata de reproducir en su memoria la conversación con los camioneros pero no recuerda que en algún momento le hubiesen indicado si tenía que doblar a la izquierda o a la derecha. Se baja, entonces. A su alrededor reina la oscuridad, algunos misteriosos sonidos cruzan la noche, los insectos se arremolinan contra los faros. Apaga las luces. El cielo estrellado sin luna se extiende hasta el infinito. Busca la cruz del sur entre las estrellas. Está abajo, cerca del horizonte. El noreste debe estar a su espalda y hacia la izquierda; ergo, debe tomar a la derecha. El camino no está señalizado pero sí terriblemente desmejorado, con grandes baches, a los que se suman las lomas de burro producidas por la dilatación del asfalto. Pronto tiene que bajar la velocidad a no más de sesenta kilómetros y en algunos tramos, ir a paso de hombre Los costados de la ruta, que al comienzo han estado ocupados por una pradera semidesértica, ahora son monte cerrado, salpicados aquí y allá por altísimas palmeras solitarias. Ninguna señal de humanos. El fin del asfalto significa un alivio en dos sentidos: el coche puede desplazarse más fácilmente sobre la tierra roja reseca que sobre los baches lunares, y por otro lado, confirma que tomó el camino correcto. Arepo debe estar cerca. Sonríe, es un hombre de recursos impensados.

A lo lejos se ven algunas luces. Pronto estará cargando combustible en Arepo y retomará la ruta probablemente descongestionada; aquí no ha pasado nada. El motor se detiene bruscamente. Mauricio mira la aguja, todavía marca algo, el combustible no es. Baja varios cambios en procura de que el motor encienda nuevamente con el impulso inercial que aún resta, pero todo es en vano, sólo logra que el coche se detenga antes. Insiste varias veces con el arranque, sin resultado. Después de unos momentos, decidido, abre el capot y mira adentro, iluminándose con una pequeña linterna que llevaba en la guantera. Por lo poco que conoce de mecánica, todo parece estar en orden. Cierra y se sienta nuevamente al volante, insiste una vez más con el arranque: el motor enciende. Acelera un par de veces en vacío y luego pone primera, segunda, todo está bien.

La estación de servicio está apenas unos metros después del cartel que indica Arepo. Detiene el coche junto al surtidor, apaga el motor. Mientras se baja, mira con preocupación creciente para todos lados; la estación está desierta. Se dirige hacia las oficinas, que permanecen iluminadas por un tubo de neón. Golpea varias veces los cristales. Fuera de la estación, de este lado de la ruta, no hay otra cosa. Del otro, entrando trescientos o cuatrocientos metros por un camino de tierra, parece estar el pueblo. Decide que lo mejor es seguir hasta la autopista, el combustible seguramente le alcanzará. Cuando gira la llave comprende que ha cometido un error al apagar el motor. El encendido no se activa en ninguno de los sucesivos intentos. Abre nuevamente el capot y toca los cables de la batería, por si acaso estuviesen flojos. Prueba activar y desactivar la alarma, sin resultado. Entonces se pone a patear los neumáticos, para descargar la bronca.

Mete la notebook debajo del asiento, cierra el coche y se dirige caminando al pueblo. El camino esta enripiado, las piedritas se le incrustan en la planta de los pies apenas protegidas por los mocasines de carpincho. Se sube el cierre de la campera (no hubiera esperado que estuviera tan fresco aquí en el norte). Bufa un fino aliento y acelera el paso en la noche. Primero cruza la estación de tren desierta, por un paso a nivel con yuyos que le llegan a la rodilla. Por aquí debe hacer años que no circula el tren; se ve que Arepo no es gran cosa, otro pueblo vacío. Después de la estación, la calle está empedrada con centenarias piedras, grandes y desparejas. Alrededor de la calle se erigen casas de frente antiguo, quizás tan viejas como las piedras. Las luminarias se limitan a las esquinas, no todas están encendidas. A Mauricio le parece, además, que iluminan mucho menos que las que habitualmente se colocan en el alumbrado público de cualquier ciudad. Las tres cuadras terminan abruptamente contra un paredón. Hacia la izquierda, otra calle con adoquinado de madera parece ser la principal. De la única casa que tiene dos plantas cuelga un cartel desvencijado, “HOTEL COMERCIO”, y a su lado el cine del pueblo luce una pequeña marquesina desnuda. Mauricio gira literalmente sobre sí mismo. Todo cuanto ve está cerrado. Por las calles no transita un alma; si no fuera por él, Arepo estaría vacío. Comienza a caminar con paso lento, mientras mira las persianas bajas de comercios abandonados. Cuando casi llega al final de la calle y comienza de nuevo la tierra, alcanza a ver un hombre que cruza en bicicleta dos bocacalles más adelante. Levanta la mano, pero el desconocido no lo ve. Con paso apurado camina hasta el cruce, mira en la dirección en que se perdió el ciclista, pero ya no está. En la cuadra siguiente, una esquina está iluminada. Desde la vereda de enfrente observa. Es un “boliche” antiguo, la vereda alta de ladrillos. Hay un par de palenques vacíos (excepto por la bicicleta recostada en uno de ellos), por las ventanas se ve a algunos parroquianos. Entra decidido por la puerta de la esquina, cierra cuidadoso el trabado picaporte y camina hacia el estaño. Cuenta seis personas, cuatro juegan cartas en una mesa junto a la ventana, un hombre joven esta acodado al estaño. Lleva la bombacha enrollada a la altura de la pantorrilla, sujeta con un brochecito, por lo que Mauricio deduce que es el de la bicicleta. Detrás del mostrador, un gordo morocho. Piensa explicar su situación y pedir un teléfono para llamar al Automóvil Club, pero se escucha pidiendo una ginebra. El “bolichero” coloca la copa sobre un platito y vuelca lentamente el líquido transparente hasta que se derrama por sobre el borde, tapa la botella y la devuelve a la estantería. Después se acoda frente al otro cliente, dejándolo disfrutar en paz. Mauricio siente que los ojos que tenía clavados en su espalda ya no lo miran, que de pronto está solo entre aquellos hombres que no se interesan en él. Apoyado en el mostrador, escucha conversar en voz baja al cantinero con el ciclista; hablan de “la seca”, del precio de la hacienda, de un tal Domingo “que estaba mal y que el médico había dicho que si para el jueves, cuando volviera, no mejoraba, lo trasladaría al hospital de Arroyito”. Después bajan más la voz y escucha algo sobre una tal Zunilda que se “entendía”, a espaldas del marido, con el Leandro. La ginebra le quema el esófago y necesita comer algo. Le pregunta al patrón qué puede ser.

—Un sánguche de salame y queso o mortadela, usted diga.

—Mortadela y queso —dice, y además agrega una cerveza al pedido.

El patrón del boliche retira una pieza de mortadela que está por la mitad y una horma de queso de la fiambrera. Apoya todo sobre una tabla y corta algunas fetas gruesas de ambas cosas. Luego parte un pan de forma irregular, que sacó de abajo de una campana de vidrio, y arma el sándwich que le entrega sobre un plato de loza. Mauricio se dirige con su pedido hacia una de las mesitas que está en un rincón. Va devorándolo con placer, intercalando tragos de cerveza entre bocado y bocado. Cuando termina, se queda un rato relajado mirando los detalles del lugar. Viejas propagandas de “Ginebra Bols”, “Aperitivo Lucera”, “Cinzano”, “Jeresquina”. En la mesa de los jugadores siguen las risas, refranes rebuscados y los festejos de algunas jugadas. De vez en cuando piden más bebidas.
Por la ventana aparece alguien. Un joven con campera de cuero que mira hacia adentro, pero antes de que Mauricio pueda apreciar más detalles, la figura desaparece. Los jugadores no lo han detectado, salvo el hombre robusto sentado a la izquierda, que gira la cabeza casi imperceptiblemente y luego continúa jugando. La atención de Mauricio se vuelca nuevamente sobre el entorno: las botellas cubiertas de telarañas apoyadas en estantes polvorientos, el sol de noche en una esquina del mostrador a la espera del corte de luz, una vieja radio con caja de madera lustrada sobre una repisa, el espejo de la pared que duplica a los presentes. No siente apuro en llegar, ni le preocupa arreglar el auto. Desde que abandonó la ruta no ha vuelto a pensar en Virginia, todo parece haber quedado afuera, lejos, mientras el está aquí solitario, en algún lugar de alguna parte, con gente que lo ignora.

No se da cuenta en qué momento se ha quedado dormido, lo despierta la radio. El cantinero está buscando con el dial algo para escuchar, finalmente sintoniza una emisora de la frontera. El locutor anuncia la música y hace comentarios en un doméstico portuñol que a Mauricio no le resulta fácil entender, pero la música suena bien; una voz de mujer entonando, agridulce, “voce se vai lembrar de me”, lo conmueve como si le estuviera hablando. El ciclista se ha retirado en algún momento, sólo quedan los jugadores.

Al rato los paisanos se levantan y piden la cuenta.

—Se van temprano —observa el cantinero.

—Es que el amigo está cansado de perder —contesta uno de ellos con picardía.

—Estoy cansado, pero nada más —remata el hombre robusto.

Nadie responde a eso.

Mauricio entiende que también se tiene que ir, el recuerdo del coche solo en la ruta, con la notebook debajo del asiento, le parece suficiente justificativo como para esperar el amanecer acurrucado dentro del auto.
Los hombres pagan justo, sin dejar propina, Mauricio los imita, a pesar de la cifra ridícula.

Fue el último en salir, los otros ya no se ven, la calle está desierta, el aire corre fresco. Un golpeteo, como de cascos sobre la tierra reseca, le llega desde donde muere la calle. Al girar la cabeza puede ver a dos caballos blancos trotando solos con las belfas al viento. Al llegar a la esquina doblan delante de él, tomando por la calle lateral, siguiendo un camino que parece marcado en el viento; luego se pierden en la noche, como un presagio.

Decide volver por otro lado. Sigue la ruta de los caballos con la esperanza de conocer su destino. Al llegar a la segunda esquina dobla, repitiendo la conducta de los animales. Un hombre está escondido detrás de un árbol. Por precaución, vuelve sobre sus pasos, después se arrepiente y se asoma apenas por la esquina sin ochava. Sigue allí pero no mira hacia donde está él, espera por otro asunto. A pesar de la oscuridad, puede reconocer al paisano robusto. Se queda espiándolo. Pasan unos minutos, de una de las casas de enfrente se abre la puerta, un hombre sale y comienza a cruzar la calle mientras alguien la cierra sin ruido a sus espaldas. El paisano enfrenta al desconocido. El tipo trata de huir, lo agarra de la campera y lo trae hacia sí. Mauricio escucha el golpe amortiguado, después el atacante suelta la campera y el hombre cae al piso blandamente. Por un rato lo sigue mirando, después se agacha y limpia el cuchillo sobre las piernas del caído, lo guarda y entra en la casa de donde salió el otro.

Mauricio se acerca hasta el caído, que todavía está consciente y lo mira desde el piso con ojos saltones. Es el hombre de la ventana. Antes de que Mauricio resuelva nada, el herido hace un par de visajes y se queda quieto. Le toma el pulso en el cuello, ya no tiene que hacerse cargo. Retoma el paso rápidamente y se aleja; cruza la principal, después el andén, el ripio, y por fin ve el coche en la estación de servicio vacía. Vuelve a intentar darle arranque con la esperanza de que suceda lo mismo que en la ruta; en el primer intento el motor enciende. Acelera todo lo que puede y en media hora está corriendo sobre la ruta. Carga nafta en la estación más próxima y recién entonces mira el reloj, las seis, faltan cinco horas para la reunión, si se apura y prescinde de la ducha y el encuentro con Camarota, llegará bien; el día no está perdido, él puede hacerlo.

El grupo local queda impresionado al verlo llegar todo cubierto de polvo. Tenían noticias del accidente, que ya era el tema principal en todos los medios y daban por descontado que no iba a estar allí. No hay exposición propiamente dicha, Mauricio sólo habla sueltamente sobre las modificaciones al proyecto. En realidad se limita a decir lo que los otros quieren escuchar: el SHOPPING LAS CARMELITAS puede hacerse sin lesionar el patrimonio histórico del viejo convento, cumpliendo con la exigencia del obispado local que es quien entregaba el predio como aporte a la sociedad. Cierra el contrato de palabra, luego vendrán los papeles, sabe que eso es suficiente. Ha tenido éxito en un proyecto sobre el cual no albergaba muchas esperanzas, después de eso no puede menos que compartir un tardío almuerzo con sus amabilísimos anfitriones y a las cinco de la tarde está ya en el hotel; pide que no lo molesten, pone a cargar el celular con el cargador para la red y se acuesta vestido, el mundo puede esperar.

Mientras toma el desayuno consulta su casilla de mensajes, hay dos llamadas de Ángela, su secretaria, son del día anterior, la segunda anula la primera. Después verifica los mensajes de texto, hay uno de su mujer de la noche anterior, respondiendo a sus llamados, y preguntando: ¿C volvés?

Averigua con el conserje por un taller adecuado para el vehículo con que se mueve. Le dan una dirección cerca de la ruta, le queda de paso.

El taller está brillante, lejos de la apariencia de los talleres mecánicos habituales, éste parece más bien un salón de venta para autos de lujo. Colocan el coche sobre una fosa iimpecable —ni una gota de grasa, increíble—, lo auscultan con sofisticados instrumentos que muestran sus guarismos en un panel de control centralizado.

Mauricio toma dos cafés en la hora que dura el proceso, finalmente el técnico se acerca.

—El testeo no detectó ninguna falla, aparentemente todo está bien.

—Entonces, ¿qué pasó?

—Generalmente cuando ocurren estas cosas es la computadora. Son fallas aleatorias, a veces las hacen, a veces no, es lo peor que puede pasar.

—¿Y qué se puede hacer?

—Si fuera de aquí le diría de cambiar la computadora, pero no la consigo en menos de quince días, son coches importados, ya sabe. Además hay que ver si le conviene, porque sale como cuatro mil; pero como no es de acá, le puedo aconsejar lo que yo haría: cambie el coche. Así como está lo puede vender bien y que otro se haga cargo. Se ahorra el arreglo, seguro le alcanza para un 0km nacional, con iguales prestaciones. Y se acabó el problema.

—¿Llego hasta mi casa?

—¿Qué le puedo decir? Si vino hasta aquí, casi seguro va a poder volver.

—¿Cuánto le debo?

—La hora de taller nada más, son ciento cincuenta, ¿tarjeta o efectivo?

Mauricio disca el número de su casa, lo hace de memoria, sin recurrir al que tiene grabado en el celular. Un deseo inocente por abrazar a Virginia, por contarle su aventura, por volver a su casa, lo embarga.

—¿Cómo estás? ¿Cómo te fue? —dice ella, más dormida que despierta, su voz suena agradable, como antes.

—¿Querés caf…? —la voz áspera se escucha detrás de la de Virginia. Luego sobreviene un corto silencio como si alguien hubiera tapado el auricular.

—¿Te fue bien? —repite Virginia, con perceptible cambio en el tono de su voz.

—Bien, diría que muy bien, pero después te cuento. ¿Con quién estás?

—Sola.

—Escuché que te hablaban.

—Es la radio. ¿Vos cuándo volvés?

—Eso te quería decir. Me voy a quedar hasta mañana, hay unos clientes que me invitaron a conocer la zona, no pude decirles que no.

—Hacés bien, quedate y disfrutá.

—Y vos, ¿qué vas a hacer?

—Me quedo en casa, me hace falta descansar.

—Invitá a alguien, así no te aburrís.

—No te preocupes, voy a aprovechar para leer.

—Te veo el domingo.

—Pasala bien.

A un promedio de ciento veinte kilómetros por hora, si el coche responde, a las dos de la mañana estará en su casa. El mecánico tenía razón, debe terminar con el problema de las fallas aleatorias.

“Fallas Aleatorias” pertenece al libro El Otro Jardín. (Simurg, 2009)

Éste y otros libros de Carlos Costa se pueden obtener en Galerna Libros

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