LA MANO DE LA MULITA

LA MANO DE LA MULITA

Alfredo tendría unos siete años cuando estos acontecimientos sucedieron. Un amigo de su padre, solía llevar a las dos familias a pasear en auto los domingos por la tarde. Daban “la vuelta al perro”, como le decían en el pueblo, recorriendo las calles principales a marcha lenta. Otras veces, se alejaban un poco por la ruta para ver el campo. Era una distracción aceptable para los mayores, en las tardes soleadas de los fines de semana. Llevaban termos y tomaban mate, alguna torta o empanaditas de dulce. Pero él se aburría soberanamente. Hubiera preferido siempre que lo llevaran al cine, a la matinée, pero esto sólo ocurría, tal vez, los días de lluvia. El paseo en auto era, sin embargo, un cierto privilegio; se vivían los años 50 y los pocos coches que transitaban eran importados y caros; la mayoría tenía muchos años. Éste que viene al caso era un Chevrolet 36 en buen estado de conservación. Iba bastante rápido. Los 90 kilómetros que indicaba el velocímetro, se percibían en la vibración del motor. Las ventanillas estaban abiertas para que el aire corriera, atemperando así el calor de los primeros días de diciembre. Los hombres se sentaban adelante, las mujeres atrás. Junto a ellas viajaba una sobrina que los Pérez criaban sin amor. La chica tenía unos trece años y lo llevaba en la falda. Iba de cara contra la ventanilla mirando hacia fuera. Alfredo no dejaba de sentir que ya era grande para ir sentado de este modo, pero además le molestaba que Susana lo toqueteara sin necesidad. Las manos de la chica buscaban por momentos la entrepierna de él provocándole erecciones, acompañadas por una sensación de placer y molestia difícil de entender. Los adultos parecían no notar lo que estaba ocurriendo. Desamparado, Alfredo se concentraba en la ventanilla mirando pasar el verde monótono de la llanura. Desde su incómoda atalaya fue el primero en ver al pequeño animal cruzando el camino y preguntó:

—¿Qué es eso?

—Una mulita —fue la respuesta de su padre.

De inmediato la actitud relajada de los mayores cambió. El conductor aceleró aún más y con una maniobra brusca buscó atropellar al animalito. Un golpe sordo debajo del vehículo, indicó que la maniobra había tenido éxito a medias. Algunos metros después detuvieron el auto y todos bajaron. En la cuneta, la mulita se retorcía en espasmos sin poder darse vuelta. El dueño del Chevrolet abrió el baúl, sacó la barra de hierro perteneciente al gato y le aplicó tres o cuatro golpes, hasta que se quedó quieta. Volvieron con la mulita en el baúl. Pérez la cargó tomándola por la cola. El cuerpo muerto estirado parecía mucho más grande que antes; las manos inertes, como pequeñas garras, tenían un aspecto inútilmente amenazador.

Esa noche, como tantas otras, Alfredo tuvo uno de sus habituales ataques de pánico. La oscuridad emboscaba una bruma de miedos incorpóreos. No era miedo a esto o a aquello, era miedo en estado puro, miedo, nada más. Acusaba pesadillas, inventaba historias, se enfermaba, tenía infinitos recursos para pasarse a la habitación de los padres donde esperaba el amanecer con ansiedad. Esta vez, el recurso de la mulita muerta resultó una historia verosímil y efectiva.

La señora de Pérez, Marta, era una excelente cocinera y preparó la mulita con abundantes condimentos. A la noche siguiente, cenaron todos en su casa. Alfredo comió normalmente, como siempre lo hacía en casa ajena, tragando sin chistar lo que traía el plato, cosa que no siempre hacía en su casa. Los Pérez eran autoritarios, severos, no tenían hijos, (salvo que consideremos como tal a una sobrina huérfana, venida de otro pueblo). Su padre era muy amigo de Pérez (se trataban por el apellido) y por alguna razón que nunca supo, le tenía una enorme paciencia en sus arrebatos de mal humor o en sus intromisiones en asuntos familiares; y esto daba lugar a que el matrimonio se permitiera martirizar al chico de palabra. Lo criticaban por esto o por aquello y solían hacer impúdicos comentarios sobre él. Alfredo percibía que al amigo de su padre le hubiera gustado tener un hijo, pero que como no lo tenía, se desquitaba criticando al hijo del amigo. El chico no sabía de dónde había sacado esto, pero seguramente no hacía más que repetir, para sus adentros, algún comentario de su madre, que a los Pérez mucho no los tragaba. Esa noche, como siempre, el dueño de casa, arrancó con el tema de los temores nocturnos y de si la mulita había o no aparecido debajo de la cama. La historia inventada por Alfredo había trascendido y se le volvía en contra. El chico poco podía hacer para defenderse de tamaña situación y soportó estoicamente la andanada. Entonces Marta mencionó que le iba a hacer un regalo para que no tuviese miedo. El regalo apareció después del postre. La “mano” de la mulita, rodeada de una pollerita de tela, le fue entregada formalmente. Alfredo volvió a su casa con la “mano” en la mano. Siguiendo expresas instrucciones, la colocó sobre la mesa de luz. En la oscuridad se quedó esperando tieso. El terror apareció nuevamente multiplicado por cien, también la vergüenza, porque sus problemas fueran conocidos más allá del círculo íntimo. Decididamente estaba dispuesto a pelear con el miedo. Pasó un rato. La oscuridad dejaba percibir los pequeños ruidos de la noche. El grito del búho, el crujir de una madera que se contraía, el zumbido de un mosquito. Temblaba bajo las sábanas. Cuando el miedo llegó al paroxismo, tomó la mano de la mulita, buscando la promesa de que el miedo se iría. Lo sorprendió la suave pelambre que la rodeaba, lo pequeña y liviana que era, (antes no había reparado en eso), y también que las uñas fueran tan gruesas. Unos minutos después, se quedaría profundamente dormido.

Las noches se sucedieron y los miedos parecían haber desaparecido. El chico comenzó sus vacaciones escolares. Pronto llegó el verano, tiempo propicio para ir al río. Él disfrutaba enormemente del agua, la playa, los juegos en la arena y además estaba tomando clases de natación. El río era lo mejor del verano. Su madre lo llevaba en taxi, por las tardes, un par de horas. Enmarcado en el lapso que dejaban la siesta (para que hiciera la digestión), y volver para preparar la cena, el tiempo dedicado a la actividad le parecía mezquino. Había días excepcionales: aquellos domingos en que unos tíos por parte de su madre los invitaban a ir a la “horqueta”, un lugar alejado en la confluencia del río con un arroyo, que permanecía salvaje y tenía una hermosa playa de arena. Se pasaban casi todo el día. Llevaban cestas de comida o su padre hacía un asado. Alfredo amaba esos días; pero los tíos eran indecisos, sólo el calor los sacaba de su casa, de la siesta, los mates y los letargos interminables. No podía entender cómo dejaban pasar los días y las horas sin ir al río. Tampoco podía entender que su padre no tuviese coche, “porque no le gustaba manejar”; o que su madre no se metiera nunca al agua más allá de los tobillos, o que casi ninguno supiera nadar, incluyendo a su padre. Ya desde la mañana preguntaba a su madre:

—¿Hará calor hoy? — que en el idioma del buen entendedor significaba: ¿hará tanto calor como para que no se pueda dormir la siesta?

Pero el comienzo del verano no fue muy caluroso. Incluso llovió un par de días, de modo que la madre venía respondiendo hasta ahora con el latiguillo de “no, todavía no hace mucho calor”. Fue entonces cuando se le ocurrió; Alfredo corrió hasta la mesa de luz, abrió el primer cajón y sacó la mano de la mulita, la apretó y deseó con fuerza que hiciera calor, pero mucho calor.

El día siguiente comenzó diáfano y caluroso. A las diez ya no se aguantaba estar bajo el sol. Al medio día hacía 43 grados a la sombra. El teléfono sonó. Esa tarde todos fueron a la horqueta a pesar de que era lunes. Recién al anochecer, iniciaron el regreso. La noche no trajo alivio. Durmieron sobre colchones tirados en el patio, con espirales echando humo para espantar los mosquitos. Arriba el cielo aclarado por la luna llena mostraba en plenitud sus estrellas. Estuvieron conversando hasta muy tarde. El padre de Alfredo hablaba de los planetas, de las estrellas, describiendo con nociones elementales de astronomía aquella maravilla que estaban mirando. Alfredo se durmió antes, los adultos se demoraron un poco más. Los días siguientes fueron aún más calurosos. Las paredes traspiraban humedad y la brisa suave del norte saltaba sobre las cuchillas invadiendo la ciudad. La radio pronosticaba la continuidad del fenómeno y las conversaciones parecían no agotar el tema. Pronto se supo de casos de insolación, de golpes de calor, hasta de muertos, lejanos o cercanos. Pero él era feliz, el calor lo hacía feliz, el río lo hacía feliz, la noche lo hacía feliz, mientras se deslizaba al sueño profundo agotado de tanta agua y arena. Al quinto día, su tía se descompuso y tuvo que ser internada. Por un momento el niño se sumió en la duda. No sabía si quería más que su tía se repusiese o que continuara esa feroz ola de calor. La supresión de las idas a la horqueta lo definió. Buscó la mano de la mulita y deseó que no hiciera tanto calor. Por la tarde se desató la tormenta. Llovió a mares, Alfredo aprovechó con otros chicos del barrio para jugar en las cunetas con barcos de papel. Nuevamente era feliz.

Pronto terminó el verano. Comenzaron las clases y el cambio en su carácter era notable: de reservado, ahora era extrovertido, activo. Había mejorado sus notas y ganado independencia yendo solo a la escuela. Tenía amiguitos en el barrio, había cambiado; todo estaba bien, salvo esa mano de mulita que llevaba a todas partes, casi siempre en el bolsillo de su pantalón corto. La madre estaba molesta con esa costumbre, sobre todo por ese olor raro, rancio, que despedía la pata y que Alfredo parecía no sentir. Pero no se animaba a decirle nada por el enorme apego que él tenía por ese amuleto. Llegado octubre, debía tomar la comunión. Por la tarde, después de la escuela, la madre lo mandaba a las clases de catecismo y como le quedaba cerca, concurría a la Iglesia Catedral. Pronto su espíritu vivaz y liero irritaron al viejo cura, que sin embargo no encontraba una forma de desquitarse, hasta que detectó la mano de la mulita. Primero intentó sacársela, pero el niño corrió con todas sus fuerzas y escapó a su casa. La clase siguiente ni siquiera regresó. Lo encontraron vagabundeando en la plaza. La madre fue llamada y sermoneada, eso bastó. La mano de la mulita desapareció. De nada sirvieron los llantos, los gritos, el pataleo. La mano “estaba podrida, tenía mal olor. Asunto terminado”.

Un día después tuvo su primer ataque de asma. El médico vino dos veces y le tuvo que aplicar una inyección. En pocos días el asma se complicó con un catarro atroz, que derivó en pulmonía y terminó internado. Volaba de fiebre. Las enfermeras le suministraban inyecciones de penicilina, le hacían nebulizaciones con vapor caliente, lo daban vuelta, mientras él se sumía en un progresivo sopor. De vez en cuando bajaba la fiebre, sobrevenían entonces severos accesos de tos. Pronto trajeron un tubo de oxígeno y lo conectaron. Por primera vez sintió que todo “giraba” alrededor de él, que iba a la deriva de su enfermedad. Una noche los Pérez aparecieron nuevamente. Fue una visita rápida, pero así y todo la señora Marta sacó de su cartera una mano de mulita, una igual a la que había tenido, con una pollerita de la misma tela y todo. Alfredo miró el objeto entre el delirio y la realidad, como sin entender. Después se quedó dormido. Por la mañana estaba sin fiebre. En pocos días le dieron el alta. La convalecencia duró casi un mes, pero todo fue bien. Pronto volvió a la escuela. Recién allí Alfredo se enteró de lo grave que había estado; lo supo porque todos lo sabían, menos él naturalmente. Entre tanto vaivén la comunión quedó para más adelante.

Era domingo. Esa vez la comida se hacía en su casa. Como siempre los Pérez se complacieron en sacarle conversación. Preguntaban esto o aquello, estupideces que sólo buscaban ponerlo en algún aprieto. Sin embargo él se veía tranquilo, desinteresado. Hasta que en un momento, Marta preguntó por la mano de la mulita. Dejó pasar un tiempo antes de contestar. Todas las caras lo miraban sin disimulo. Después se limpió los labios, tomó un poco de agua y dijo calmo, con voz bien firme:

—La tiré, tenía mal olor.

Marta volvió a preguntar con lógica examinadora:

—Bueno ¿y cuándo tomás la comunión?

—Eso tampoco. —contestó el niño.

—¿Cómo tampoco?

—No, tampoco —y siguió comiendo con naturalidad.


“La mano de la mulita” pertenece al libro En saco ajeno. (Secretaría de Cultura, Municipalidad de Gualeguaychú, 2007)

Éste y otros libros de Carlos Costa se pueden obtener en Galerna Libros

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