ADAGIO

ADAGIO

Lenta, ronca, apagada, como una queja, la melodía sube junto con el sol que apenas amanece. Busco desde mi ventana, en el callejón vacío, el instrumento que se me oculta, pero nada hay sobre el empedrado donde todavía es casi noche, ni más allá, que se descubra ante mis ojos. Resisto el frío húmedo del balcón, apresado en la magia de lo insólito. Escucho repetir los compases que parecen tocados con esfuerzo, como lo haría un joven torpe o un músico anciano. Percibo el leve temblor de sus manos buscando las notas. Entro. Dejo la ventana entreabierta para que la música me llegue, amortiguada, mientras me preparo el café.

Ya no suena cuando bajo. Hay algunos transeúntes al final del pasaje. Por la avenida, a la cual me dirijo, el tráfico circula acelerado. Podría preguntarle al portero por el músico oculto. Tal vez lo haga si vuelvo temprano. Aunque probablemente no, porque no encuentro la pregunta adecuada. Esperaré, quizás se repita y tenga el motivo, la oportunidad, para hacerlo.

Despilfarro el día entre una cátedra y otra. De algún modo he logrado sincronizar los temas en las tres, para ahorrar esfuerzo. Hoy enseño “La paz de Campoformio; consecuencias”, a un raleado grupo de alumnos que se renueva tres veces. No sé qué hago durante algunas horas, luego estoy en mi casa preparando la cena.

La luz rojiza del levante contornea una mitad de la cúpula de San Marco; la otra conserva los rasgos oscuros mirando al occidente. La música vuelve, ubicua y constante, como un proverbio matinal. Decido bajar en pijamas. Cruzo la calle, el sonido vibra sobre mi cabeza, oteo las ventanas en los altos. No logro darme cuenta del origen, cesa, por último, cuando un delgado rayo de sol cruza el pasaje en diagonal e ilumina el frontispicio del edificio del fondo. Retorno agitado, algún vecino se cruza y me saluda circunspecto como el nuevo habitante del pasaje. Subo de dos en dos los escalones, me precipito al interior del departamento.

Con el paso de los días me despierto unos minutos antes, espero sentado en mi cama que la claridad empalidezca las ventanas, me incorporo y miro. Cuando la mitad de la cúpula toma el color rojizo, la melodía comienza, y cesa siempre, con el primer rayo de sol. El portero no sabe nada, el fenómeno ocurre entre las siete y diecinueve y las siete y veintitrés, él entra a las ocho. La música empieza cada día un minuto antes, el músico se guía por el sol, no por un reloj. Pienso en un dispositivo electrónico que arranque cuando la luz supere cierto rango. Pero la música no es siempre la misma, tiene pequeñas variaciones, que solo pueden ocurrir cuando alguien la ejecuta sobre el instrumento. Tal vez es algún monje de la iglesia que se ha impuesto esa penitencia, o quizás lo hace solo por simple adoración. Me propongo averiguar. Concurro a la misa dominical, espero paciente la dispersión de los feligreses, encaro al sacerdote cuando sale de la sacristía ya convertido en un civil. Aún cuando soy delicado, aún cuando me deshago en elogios para el monje músico, no logro superar su desconfianza, al punto que me niega la existencia misma del monje. La iglesia queda vacía por las noches, dice, no vive nadie celdas adentro.

Me despierto como siempre. La claridad del amanecer no logra desempañar los vidrios de la ventana. El cielo está encapotado, llueve, la ciudad envuelta en brumas. Nada guiará al músico este día; por una vez escucharé el silencio. Pero me equivoco, la melodía comienza puntual. Mi reloj marca las siete y catorce, la cúpula estaría en llamas a esta hora. Me asomo al balcón, apenas veo el empedrado que baja hacia el agua sobre el final del pasaje. Desciendo, camino hasta el borde.

El remero acerca la embarcación hasta el muelle. Salto con agilidad, él comienza a bogar. Inclino el sombrero sobre mi frente y me siento. Debo permanecer oculto de las miradas indiscretas. Cada ventana, cada balcón, me acecha. Los soldados patrullan sin cesar. Cualquier oscuro oficial daría gracias a Dios de poder arrestar al Canciller fugitivo de la República disuelta. El estoque bajo la capa me da la seguridad de que no me pudriré en una celda. Apenas rozamos el murallón, salto sobre la vereda y abro la puerta. Arrojo unas monedas a mi servidor, pago su silencio más que su servicio. Se aleja entre la bruma mientras cierro y subo los escalones de dos en dos por el estrecho pasadizo que destila humedad y podredumbre de siglos. Su vieja servidora aparece ante mí, levanta la mano para detenerme. “Emilia duerme, no puede perturbarla”. Desde cuándo ella duerme y yo no puedo despertarla. No es necesario que abandone su lecho, me introduciré yo en él, para eso he corrido enormes riesgos. Avanza la mujer delante de mí, no pudiendo retenerme corre ahora, recogiendo sus faldas, a golpear la puerta que codicio. Nadie responde en un primer momento, mas escucho un jadeo rítmico, profundo, algún quejido, que los golpes crecientes no pueden ocultar. Empujo a un costado a la vieja que me fastidia y abro la puerta por el derecho que me asiste. Bajo el dintel velado, su torso blanco se estremece, cabalgando sobre el cuerpo oscuro de un desgraciado. Enarbolo el estoque y la tomo por los cabellos, se retuerce. Hundo la hoja en el pecho del imbécil. Ella escapa, dejando en mi mano un mechón de cabello negro. Intento seguirla pero ya no está. Ha huido por alguna abertura que disimulan los tapices. Peregrino ofuscado por las estancias desconocidas del palazzo. Un murmullo de voces y pasos preceden a las candelas encendidas. Los servidores se precipitan sobre mí. Me desembarazo de algunos, pero entre todos me reducen. Ninguno me hace daño, no les estaría permitido. Descendemos vertiginosos el pasaje hacia el canal. Me depositan sobre la estrecha vereda. Cierran el portón detrás de mí. Siento que echan tranca. Estoy de nuevo junto al agua.

Apenas cubre la avenida, igual me moja los zapatos. El taxi se detiene. Subo y escurro mi paraguas. Me encojo en lo profundo del asiento. Por los vidrios empañados se desliza la ciudad. La música vuelve. Recojo mi celular. Emilia, atiendo. “Te estuve llamando, no me atendés”. Tenía el celular apagado, digo automáticamente. “Sabés que tenemos que hablar”. ¿De qué? “De los chicos”. ¿Qué pasa con los chicos? “Quieren verte”. ¿Está ese tipo con vos? “No te incumbe, es asunto mío”. ¿Por qué lo llevaste a casa? “Esta ya no es tu casa, es mi casa”. Pero están mis hijos. “Si ni siquiera los ves. ¿Estás tomando los remedios?” Sí. “¿Estás seguro? Te noto raro.” Voy para allá, estoy llegando. ¿Están los chicos? “A esta hora ya salieron para el colegio, los podés ver mañana”. En cinco minutos estoy, hablamos, tengo algo que decirte. “Mejor ahora no. Te veo a la tarde, ¿te parece a las seis cuando salgo del trabajo?” NO. Tengo que verte ahora, tiene que ser ahora. “Bueno, te espero en el hall, pero no subís.”

Salto a la vereda junto al agua, pago por la ventanilla entreabierta. El vehículo se aleja. Pongo la mano sobre el estoque debajo del piloto, me da seguridad. Emilia está en el hall, abre la puerta cuando me ve llegar, tiene el pelo negro revuelto, como el mechón que guardo en mi bolsillo.


«Adagio» es un cuento inédito

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