Homenaje a Fontanarrosa
Amigos de verdad
Hizo seña por tercera vez, pero el mozo lo ignoró y siguió hacia la cocina. Era evidente que, siendo ya las dos de la mañana, tenía instrucciones de no servirles más bebida. Augusto se levantó entonces y le fue detrás. Un minuto después retornó sonriente a la mesa, seguido por el mozo que portaba la bandeja con una solitaria botella de champagne. Cuando se sentó le dijo a Marcelo:
—¿Sabés quién está en la cocina?
—¿Quién? —Marcelo lo miró con los ojos entornados por la pesadez.
—Gorostiaga. ¿Te acordás de Gorostiaga?
Marcelo frunció el seño.
—El que estudió con nosotros hasta séptimo grado.
—¡Ah! —se sorprendió Marcelo despabilándose un poco—. Carlitos. Carlitos Gorostiaga. ¡Claro! ¡Cómo no me voy a acordar! ¡Era medio loquito ese! ¿No?
Pero Augusto no lo oía, ya se había dado vuelta hacia Méndez que estaba terminando la casata y le repetía lo del descubrimiento. Casi desde la otra punta Mauricio también se entusiasmó.
—¿Y qué hace en la cocina? —dijo.
—Qué se yo —se encogió de hombros Augusto—. No lo veo desde la primaria.
—Che, hay que hacerlo venir —sugirió Mauricio.
—Si, que venga, que venga —repitieron varios, mientras un hálito de entusiasmo recomponía las caras mustias de los veinte comensales.
—Decile que venga —remató Marcelo.
Augusto se levantó seguido por Mauricio y tres más. Invadieron la cocina. Fueron directo hacia un tipo flaco, medio pelado, vestido con un delantal, que estaba lavando vajilla.
—Carlitos —lo llamó cariñosamente Augusto.
El tipo se dio vuelta desconcertado.
—Gorostiaga —insistió Augusto—. ¿No te acordás de nosotros? De sexto grado, de la Fray Luis Beltrán.
—Y… sí.
—Dale decime quién soy —intervino Mauricio.
—No sé… me parece que García. Vos sos Guillermo García.
—No, pelotudo. Mauricio Ibáñez. No te acordás un carajo. García iba a la otra división. —Un coro de risotadas festejó la salida de Mauricio.
—Sí claro, es que pasaron tantos años. ¿Y vos quién sos? —interrogó Gorostiaga, como si tratara de evitar que le hicieran más preguntas.
—Augusto Espinoza. Jugaba de punta en el equipo de fútbol. Si te habré metido goles. Mirá que eras amargo para atajar.
—Pero si yo…
—Vos nada —siguió imparable Augusto—. Decime, ¿qué hacés acá?
—Es una changa. Faltó alguien y me llamaron.
—Bueno ahora dejate de joder y vení con nosotros a brindar.
—Es que no puedo dejar esto —dijo haciendo un gesto vago con las manos.
—Ma sí, lo lavás después, vení a tomar algo. —Augusto le había pasado ya la mano por sobre los hombros y comenzaba a empujarlo hacia el salón, apenas unos segundos antes de que Mauricio y los otros lo agarraran de los brazos, tironeando en el mismo sentido.
—¡Paren un poco che!, que por lo menos me saque el delantal —dijo Gorostiaga, entregándose a los hechos.
Gorostiaga entró así al salón, custodiado por sus ex—compañeros. Iba forzadamente sonriente, dejándose apretujar por los abrazos efusivos. Cuando los gestos afectuosos se agotaron, le hicieron un lugar en la esquina de la mesa, entre Augusto y Marcelo. Allí quedó Gorostiaga, soportando las miradas de los casi veinte comensales que buscaban seguramente desmadejar los cambios que el tiempo había tejido en su persona. De a ratos se pasaba la palma de la mano por la calva saltando los ojos por los rostros de los asistentes, como quien procura adivinar, bajo adiposidades y arrugas, las caras frescas de la niñez perdida. Se hizo, entonces, un silencio molesto.
—Gorostiaga, carajo —se rió Bruno.
—Miralo a éste —señaló Gorostiaga en dirección de Bruno, mientras se dirigía a Mauricio.— Está igualito.
Bruno inclinó la cabeza con modestia.
—Lo que es yo, no te hubiera reconocido —dijo Garbino, que estaba sentado al lado de Bruno—. Todavía me acuerdo de vos como un pibe flaco y bajito. Ahora, me pasás por una cabeza. No sé cómo hizo Augusto para reconocerte.
—¿Qué querés que te diga? Pegué un estirón a los dieciséis. Soy más alto que mi viejo —se justificó Gorostiaga.
—Lo que pasa es que nosotros nos encontramos todos los años. Y a vos hace como treinta y… cinco que no te vemos —explicó Garbino.
—Yo lo reconocí enseguida —se ufanó Augusto pasando su mano delante de la cara, en elocuente referencia a la prominente nariz de Gorostiaga.
—Y eso que estaba disfrazado de cocinero —le reconoció Gorostiaga con una sonrisa, ignorando el gesto de Augusto.
—¿Sos cocinero? —preguntó Mauricio.
—Más o menos… una changa de los sábados. En la semana me defiendo con el taxi.
—Bueno, ¡pero qué suerte que te encontramos! ¡Qué bárbaro tenerte con nosotros! —intervino Marcelo, inclinándose hacia Gorostiaga mientras hacía una seña con la otra mano a Mauricio para que se callara.
—Así que se vienen juntando todos estos años —agregó Gorostiaga, como dando el pie a que le sigan contando.
—Sí, todos los años. Y casi no falta nadie. Es tradición desde que terminamos el secundario. Los ocho que salimos del Beltrán venimos siempre. ¿Vos dónde seguiste? ¿Terminaste en otro colegio?
—Y sí, en el Comercial Sarmiento. Mis viejos querían que me sirviera para algo.
—Es una lástima, vos vieras qué bien la pasamos en el Nacional. Siempre nos mantuvimos unidos.
En ese momento la conversación se interrumpió. En la punta de la mesa se había parado Javier Mendoza con una copa de champagne en la mano. Agitando un poco el otro brazo —y con la ayuda de su vozarrón— fue imponiendo silencio; luego arrancó con el discurso:
“Como todos los años estamos juntos para recordar la mejor etapa de nuestras vidas. En esta ocasión los voy a invitar para que hagamos un brindis por todos nosotros.”
—Che, ¿no era Adolfo el que iba a decir unas palabras? —preguntó Mauricio, en voz baja, inclinándose hacia Marcelo.
—Sí, pero Javier le pidió que lo dejara a él, porque tenía que decir algo especial.
“Hoy es además un día especial, porque hemos reencontrado a un amigo de la infancia que considerábamos perdido. Un tipo excepcional a quien nunca olvidamos. A quien, yo en particular, le debo mucho —hizo pausa y respiró fuerte—. ¿Te acordás Gorostiaga cuando rendimos el ingreso para entrar al Nacional Buenos Aires? ¡Qué gesto el tuyo! ¡Qué grandeza! —las miradas saltaban de Mendoza a Gorostiaga, que pegado a la silla agrandaba los ojos en dirección de Javier—. Como todos ustedes deben recordar, para entrar en el Nacional teníamos que rendir examen. Éramos como ochocientos para sólo sesenta vacantes. Yo era bueno para las matemáticas, pero un nabo total en castellano. Cuando ya habíamos dado el examen de matemáticas y nos dijeron los resultados, me quise morir: saqué setenta puntos. Como mínimo debía sacar noventa en castellano para tener alguna chance de entrar. Era inalcanzable para mí. Y ahí estuvo la grandeza de Gorostiaga. A él le había ido mal en matemáticas. Obtuvo sólo sesenta puntos. Siempre había sido bueno en castellano, pero con ese puntaje casi no tenía chance. Así que vino solito y me dijo: ‘Poné mi nombre en el examen que yo pongo el tuyo, capaz que así vos entrás.’ Y de esa manera fue que entré ¿Saben cuánto ‘me pusieron’ en castellano? Cien puntos. Con cien él hubiera entrado, él estaría aquí —dijo golpeando la mesa con el índice— y yo en la cocina —señalando el fondo.”
Hubo un aplauso generalizado mientras Javier descontaba el espacio que lo separaba de Gorostiaga y se fundían en un abrazo. Después siguieron los brindis, los interrogatorios, las anécdotas, el intercambio de teléfonos. Como a las cuatro, el salón quedó vacío y Gorostiaga volvió a la cocina. Ya no había platos para lavar. Igual se puso el delantal mientras el jefe de cocina lo encaraba con una pregunta.
—Dígame, ¿usted era compañero de estos señores?
—No, cursaba en la otra división.
—¿Ese hombre está confundido entonces? —dijo señalando hacia el salón vacío.
—Para mí, están todos confundidos. Yo además egresé un año después.
—Pero, ¿cómo no se los aclaró?
—¿Le parece que se lo podía explicar, así nomás, a veinte tipos en pedo? —dijo mientras agitaba la mano interrogativa, con los dedos juntos—. ¿Qué les podía decir, que yo no era Gorostiaga sino Gorostiza?
“Amigos de verdad” es un cuento inédito
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