Volver al verano
Apenas comenzado el verano, Daniel, el Colo, ya estaba en Atlántida. El pelo rojizo, la piel bronceada, el cuerpo bien desarrollado. Todas lo habíamos conocido el verano anterior, o el anteanterior, o algún otro. Todas fantaseábamos con él, con que nos hiciera el amor, aunque no lo dijéramos. Atlántida siempre fue un balneario pobretón —menos que Piriápolis, años luz de Punta del Este—, pero nos gustaba. Había pocos chicos de nuestra edad, casi todos se iban para Punta, salvo los fines de semana que se llenaba de uruguayos medio pelo que venían de Montevideo. Éramos casi todas mujeres; nuestros hermanos no contaban, a esa edad son una molestia. Por eso siempre sumábamos a Daniel a la barra. El Colorado se dejaba llevar, nos tenía paciencia, flirteaba un poco con cada una. De alguna manera lo compartíamos.
Por las noches íbamos a bailar, éramos las más lindas, las buscadas. De algo valía ser argentinas. Qué nos podía importar la fama de ligeras que nos hacíamos. La fama y cualquier cosa que pudiera ocurrir, o no, quedaba sepultada en la arena cuando terminaba la temporada. El Colorado siempre andaba por ahí. Nos seguía, nos dejaba correr. Algunas veces, al amanecer, con el tema de moda agonizando en los parlantes, me tomaba de la mano y nos íbamos a la playa con una cerveza.
El último marzo, Florencia y yo nos despedimos de él por separado. Teníamos un acuerdo básico: Daniel, el Colo, no era de nadie, era del verano. Él estaba ahí y volvería a estar el año siguiente, si decidíamos volver. No valía la pena llorarlo como habíamos hecho con los chicos de Antonini, que se habían ido en la mitad de enero. Ellos se mudaban a Perú, se iban para siempre.
A veces pienso en esos veranos como un solo y largo estío, donde todo permanece igual, salvo nuestros cuerpos. Nos fuimos con el milenio. En las siguientes temporadas no pudimos volver. Primero fue la situación política, después la crisis, o ambas. Cuando me di cuenta, ya todo era historia. Ni siquiera nos veíamos entre nosotras aquí en Buenos Aires, ya no tenía sentido. Pasaron algunos años, el tiempo suficiente para recibirme, hacer una carrera laboral, casarme y separarme en buenos términos. Florencia se radicó en Australia y las otras se casaron. Por suerte, existe el chat; de otro modo nunca hubiéramos hablado de Daniel.
Florencia fue la que empezó con el asunto. “¿Te acordás del Colo?”, me preguntó. ¿De quién? «Daniel». Sí, me acuerdo. “Mabel lo vio en Atlántida, dice que está igual que siempre”. No puede ser, debe tener como cincuenta y una pila de hijos. “No, estaba igual y seguía solo, me dijo”. ¿Qué sabés de Mabel?, dije. Mabel, la rarita, ¿cómo estaría ahora ? “Vive en Montevideo, tiene una pareja chilena”, respondió, no había mucho más que contar.
Lo pensé hasta diciembre, después saqué el pasaje. Me repetí a mí misma, y a los amigos que quisieron oírme, que tenía ganas de ver a Mabel y pasar las fiestas lejos de la familia. Me vino bien la pelea con mi vieja, que podría haber arreglado si hubiera querido. El veintiocho estaba volando en el último asiento libre de Pluna. Era un acto de liberación, una fuga al verano, el verano de Atlántida, junto a Daniel.
Decidí dejar Montevideo para después. No le había dado a Mabel ninguna certeza sobre mi llegada, así que bien podía esperar un día más o los que fueran necesarios. Tomé el micro que me dejó en Atlántida. Después de diecisiete años era lógico que algunas cosas hubiesen cambiado, pero lo sorprendente fue que la mayoría siguiera igual. Mi primera salida, en pareo y ojotas, tuvo un único destino: la playa.
Encontré al Colorado sentado en las escalinatas, se estaba bronceando, tenía los ojos cerrados. Me impresionó que estuviera allí, solo, quieto, igual. Era cierto, seguía pareciendo un muchacho, uno de veintipico, el pelo rojo revuelto, el vello dorado apenas insinuado en la piel. No tuve que llamarlo; por mi sombra, o tal vez por intuición, se despertó. Me reconoció como si nada. Me acercó a él con un abrazo y nos sentamos en la escalinata. Resultaba raro hablar; cuando era piba, que yo recuerde, nunca habíamos hablado de nada. De nada es un decir, aquello había sido físico; las palabras, un complemento casi innecesario. Pero ahora hablábamos. Él no decía mucho, era yo la que contaba, del título de contadora, del trabajo en Techint, de la auditoría que me mandaron a hacer a Venezuela, hasta que me di cuenta de que no había nada más que contar y dejé de hacerlo. Daniel sólo tenía temas menores, la temporada anterior, un hombre que se ahogó, el último compacto de la banda de los Pelícanos —que debía ser uruguaya porque no la había oído nombrar—. Nos quedamos callados, apenas sentados uno al lado del otro.
Se me ocurrió preguntarle si seguía viviendo en Atlántida, dijo que sí. “¿Sabías que nací en Rocha?”, agregó sin motivo. No, no sabía. ¿Hace mucho que no vas? “No fui nunca, me trajeron de chico”. Supe también que compartía la casa con su madre y que aún no trabajaba. Me quedé sin preguntas, volvimos al silencio. El sol declinaba sobre los árboles. ¿Qué hacen acá en invierno?, dije, pensando en las calles todavía desiertas a dos días del comienzo de la temporada. “Los demás, no sé. Yo duermo”. ¿Cómo que dormís? “Duermo hasta que comienza el verano”. ¿Dormís todo el día? “El día y la noche, apenas me levanto a comer algunas veces”. Las gaviotas picoteaban en la arena buscando almejas. Hibernás como los osos, dije. “¿Qué?”, dijo él. Como los osos polares, duermen todo el invierno. Daniel levantó los hombros; no había osos polares en Atlántida.
Esa noche llamé a Mabel. Llegué a Montevideo en la mañana. Me fue a esperar con su pareja, Alicia, la chilena. Me quedé con ellas hasta el seis de enero. Nos fuimos a Cabo Polonio; disfrutamos de la extensión de arena, del ambiente hippie, nos divertimos. Fingimos por unos días que éramos las mismas chicas de Atlántida. La pasamos bien. Pero no hubo un Daniel y tampoco volvimos a tener 17 años.
“Volver al verano” es un cuento inédito
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